¿Se han preguntado por qué los países de Norteamérica (Canadá y Estados Unidos), la Europa Occidental, Israel y Japón son democracias estables y países prósperos, mientras Asia, África y América Latina son regímenes inestables y economías subdesarrolladas? Cientos de libros se han publicado, miles de artículos académicos salen anualmente, decenas de institutos tienen ese tema como su objeto, y, sin embargo, no se ha llegado a una conclusión definitiva. Pienso que la razón es más de un sesgo ideológico que por una supuesta complejidad de la pregunta.

En efecto, la razón de esa diferencia es muy sencilla: los primeros han adoptado la democracia liberal, los segundos no. En Locke, Montesquieu, Smith, Ricardo, Hayek, Schumpeter y Friedman, entre otros, se encuentra la fácil solución al problema: un régimen democrático liberal asegura la estabilidad institucional y la prosperidad económica. América Latina se encuentra en el deplorable estado actual porque el comunismo, su vertiente light del socialismo, el populismo y el clientelismo, amén de férreas dictaduras caudillistas, han impedido que se encamine en la senda de la libertad y el progreso.

Para acabar con esa tara, es ineludible que la región se aboque a un consenso mínimo que introduzca un verdadero régimen liberal, el cual en mi concepto debería tener las siguientes características fundamentales:

Estado de Derecho: la supremacía de la Constitución, por encima de toda otra cuestión, y la garantía de la permanencia de esta sobre cualquier otra norma o institución es el rasgo fundamental de una democracia liberal. El Reino Unido ni siquiera tiene una, Estados Unidos la tiene inalterable desde hace más de dos siglos y los países de la Europa Occidental siguen ese camino de permanencia de la norma constitucional.

Democracia representativa: la soberanía está en el pueblo, la cual la ejerce a través del sufragio, confiriendo el poder a sus representantes, que ejercen este en tres ramas estrictamente separadas: Legislativo, Ejecutivo y Judicial.

Garantías de libertades: el individuo es el eje del sistema, nada puede estar por encima de él, sobre todo, el Estado, y nada puede coartar el ejercicio de su libertad. Consecuente con este principio, el derecho a la vida, la propiedad, etcétera son inalienables.

Economía de mercado: nada de eufemismos, se debe garantizar la plena libertad de la iniciativa privada a través de la economía de mercado. Ni Estado social, ni cooperativo, ni socialdemócrata, ni ningún otro neologismo que pretenda coartar la economía libre pueden ser permitidos.

Estado mínimo: el Estado debe avocarse a las tareas fundamentales que no pueden ser ejercidas por otros entes: defensa de la soberanía y seguridad nacional, justicia, externalidades, educación básica, salud y seguridad social (estas dos a través de concesión al sector privado). Nada de planificación estatal, de empresas públicas, y cualquier otro mecanismo por el cual el Estado invada la esfera privada.

Sistema de partidos: es indispensable un sistema de partidos fuerte, institucionalizado, democrático y estable. Donde no exista este, se cae en el peligro del populismo o el clientelismo.

Cero corrupción: esta es la madre de la degeneración del sistema, como bien desde Aristóteles se viene indicando. El clientelismo y el populismo son cunas de la corrupción, por lo tanto, deben ser erradicados de raíz.

Libertad religiosa y de conciencia: consecuencia ineludible del principio de la libertad individual ilimitada, solamente por las limitaciones legales.

Primacía del bien común: regla ineludible de toda democracia.

Fundamentación en los valores éticos y morales: esta es la regla de oro de todo régimen liberal, la cual impide la degeneración del sistema político, social y económico.

Es menester analizar por qué se ha dado el éxito en unos países del régimen de democracia liberal y en otros, no. No se trata de una superioridad de las poblaciones, ni de condiciones geográficas, ni de determinismos históricos. Tampoco de una herencia incambiable (los “tigres asiáticos” así lo demuestran). En mi opinión, es simplemente un problema sociocultural: el discurso izquierdista ha impregnado las bases culturales de la sociedad, por lo tanto, impide por inercia que las costumbres socialistas, populistas y clientelares sean erradicadas. Se necesita, pues, una verdadera revolución, sobre todo mental, para que América Latina despegue hacia su verdadero desarrollo, el cual no puede estar fundamentado, insisto, sino en un consenso liberal.


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