He recorrido páginas y he mirado documentales durante muchos años buscando la confirmación científica o filosófica de una de mis certezas: que el primer idioma lo inventó una mujer. Esta convicción no se debe a un feminismo lingüístico, que astutamente se sube al carro de la moda, sino a una especulación que me parece más bien razonable: ¿quién, si no, se vio obligada a inventar palabras y murmullos para que el bebé que lloraba en sus brazos se calmara y bebiera de su leche, y durmiera tranquilo sin perturbar el silencio que aturdía la sabana prehistórica? ¿Quién mejor capacitada para recordar la forma y los colores de las pocas cosas que, nómadas, atesoraba el grupo humano que se enfrentaba a la naturaleza de la que habían sido expulsados quién sabe en qué mítico relato?

La imagen de un solitario Adán poniéndole nombres a los animales quizá sea la primera «nueva mentirosa» de la historia occidental, como llamaron en Sevilla, en tiempos del imperio español, a las noticias falsas (y que los cursis y acomplejados de ahora llaman con mema vanidad fake news); un montaje posterior construido por oscuros intereses en los que el pensamiento ya era dominado por los hombres. Pero no quiero que el humor empañe mi teoría que, insisto, no quiero que se lea en clave feminista sino en clave de cognición humana: el lenguaje no habría nacido de manera “natural”, como las uñas o el pelo, sino que habría sido producto de la necesidad evolutiva: falto de garras, de alas, de picos, de olfato penetrante, de colmillos afilados, de visión nocturna y de velocidad, con algo debía defenderse el ser humano de aquellos que se lo querían comer, así que para dominar a las demás especies usó su más mortífero órgano, el cerebro, hasta el punto de que ahora somos capaces de destruir el planeta si nos da la gana. Así de mansos somos. Y fue ese cerebro el que nos permitió, con las apropiadas modificaciones fisiológicas de nuestro cuerpo, inventar el primer idioma y todos los demás que le siguieron o que surgieron de él (y puede que el mito de la Torre de Babel sea otra de las noticias falsas de la antigüedad).

Se trata, pues, de la lengua vista como un dispositivo tecnológico con el que poder comunicarnos con los otros y controlar el entorno. Por eso me parece que lo más probable es que la primera que hiciera uso de ese dispositivo para el que ya estábamos preparados fuera una mujer, una madre de los primeros tiempos, una a la que le hicieran falta palabras para resolver muchas de sus tareas cotidianas. Modular un vocablo en voz alta, o en susurros; combinar sonidos agudos y graves, oclusivos o labiales; repetir sonidos fricativos y juntarlos con los otros, cantar, recordar todas esas combinaciones y relacionarlas con los objetos y con los sentimientos, con lo visible y lo invisible: no concibo un pasatiempo más entretenido que ese. Y si encima lo pudo compartir con los demás de su grupo, creando una serie de códigos que los mantuviera unidos y cercanos, resguardados, debió ser una experiencia muy excitante y satisfactoria. Algo cercano al gozo de la creación.

Hablar con el otro y que el otro te responda con el mismo programa es casi un milagro, pero como es un milagro cotidiano a nosotros nos parece normal: si le hablo en español a alguien lo hago en el supuesto de que me va a responder con el mismo dispositivo, no en sánscrito, ni bailando o con notas musicales. Ya decía Spinoza que el milagro verdadero era el amanecer, y Claude Lévi-Strauss se llevó muy bien aprendida su lección de vida cuando descubrió que lo que para él era muy simple –escribir sobre un papel– para los nambiquara era una poderosa magia que solo podían poseer los jefes. ¿No debería la repetición de este sencillo milagro movernos hacia la consciencia de lenguaje?

Porque esto es la consciencia de lenguaje: saber qué dices y cómo lo dices. Es un ejercicio sencillo, y por ese motivo hay que poner mucha atención. La consciencia de lenguaje se evidencia cuando tratamos de escribir: entonces, nos vemos obligados a escoger las palabras adecuadas y, si no las encontramos, o las colocamos mal, procedemos a la siempre insufrible corrección. Corregir es hacer consciente la lengua que utilizamos, pero al hablar solemos ser más irresponsables, incontinentes, atolondrados, y por eso muchas veces decimos lo que no debemos, lo que no sabemos, lo que no podemos, lo que no queríamos decir del otro o de nosotros mismos. Los refranes siempre tan sabios: somos dueños de lo que callamos y esclavos de lo que decimos; es decir, leal lector: la consciencia de lenguaje es un trabajo que hay que llevar a cabo todo el tiempo, todos los días, si quiere que los demás sepan de usted exactamente lo que usted quiere que sepan y si quiere que los demás no lo engañen con un torrente de palabras que solo sirven para aturdir. Sigamos el ejemplo de aquella lejana e hipotética madre inventora del primer idioma: digamos las palabras despacio, concupiscentes, racionales, con amor. Que el bebé de nuestra razón ronronee ahíto y feliz.


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