Siempre se dijo que Antonio Pimentel (San Felipe 1896 – Caracas, 1938) ya era un rico hacendado cuando en diciembre de 1901 acogió a las tropas de Juan Vicente Gómez en campaña contra el general Antonio Fernández y más tarde en Caracas cuando conoce personalmente a Juan Vicente, que se restablecía de una herida de guerra. Le prestó entonces a Gómez, en 1906, la descomunal suma de 400.000 pesos que Juan Vicente le debía a Cipriano Castro. Gómez quiso extenderle un recibo, pero Pimentel lo atajó. Palabras más, palabras menos, dijo: No me dé recibo, general. ¡Nuestra amistad es garantía suficiente!

Gómez le agradeció el gesto hasta la muerte: lo hizo padrino de su hijo Florencio Gómez Núñez; lo nombró secretario de la Presidencia y luego dos veces ministro de Hacienda. Antonio Pimentel acrecentó su fortuna desmesuradamente. Fue tan intensa la amistad que mantuvieron que Gómez se permitía hundir su bastón en la panza de Pimentel y este, en Turiamo, con una pluma de gallo le hacía cosquillas en la oreja al general. 

Gómez sufría de trastornos en la próstata que derivaron en cáncer con generalización en el páncreas. Además, ¡era diabético! Pero nadie se atrevía a decirle que tenía cáncer y mucho menos a practicarle un tacto rectal. ¡Ni siquiera su compadre Antonio!

Pero lo que hizo Pimentel cuando no aceptó recibo por el dinero que prestaba no fue otra cosa sino manifestar confianza, es decir, sostener la convicción de no ser defraudado, la firme esperanza de que la nobleza de su proceder iba a ser correspondido con igual hidalguía. Es lo que se llama creer en alguien, depositar dinero, secretos, documentos en la seguridad de que no van a ser manipulados o divulgados. ¡Confiar! Abrigar esperanzas. ¡Tener fe en el otro! No exigir pruebas o demostraciones. 

¿No resulta acaso sublime oír decir: “¡Creo en ti!” y escucharlo en la mirada del amor o en el dulce aliento de la confidencia? Abrirse al corazón y, contrariamente, no cometer infidencia, es decir, no atropellar la confianza. Pero, ¿cuántas veces no hemos sido sorprendidos en nuestra buena fe, traicionados por el mejor amigo, puestas en evidencia nuestras humanas debilidades? Perder la fe en alguien, equivale a languidecer un poco; rozar el desamparo y conocer la desilusión. Perder la fe es sentir el aleteo del abandono. Errar sin rumbo por los páramos del desencanto.

No tengo fe en ninguno de los actuales mandatarios bolivarianos, perdí la confianza en sus decisiones políticas; abomino del régimen militar autocrático. Recorro una y otra vez los caminos del rechazo, de la desconfianza y me opongo a las infamias que se aderezan en los cuarteles; escucho los ecos de comportamientos y estrategias clandestinas que se desencadenan en el subconsciente del afligido país y practico en mi imaginación una violencia opositora que no veo manifestarse en la vida política temerosa de padecer cárcel, torturas y persecuciones, pero complacida por las limosnas que le regala la satrapía. 

Revelar un secreto después de asegurar que somos una tumba, fingir que en los labios se cierra un candado y se bota la llave imaginaria es un crimen que no admite perdón. Burlar la confianza conduce invariablemente a la traición, a la delación; y el delator, el sapo perezjimenista o el patriota cooperante bolivariano es el animal más detestable y repugnante del zoológico fascista.

Puede ocurrir que la conspiración planificada con prolija exactitud en todos sus pasos y detalles se derrumbe en el último momento y los conjurados sean asesinados o vean cómo se pudren sus huesos en alguna mazmorra porque uno de los conspiradores delata, activa el beso de Judas después de derramar la sal en la Última Cena y abrazar al jefe de la conjura traicionando la confianza que todos pusieron en él. ¿Dormirá tranquilo esa noche? ¿Se ahorcará en un nuevo “campo de sangre”? ¿Devolverá el dinero de su traición? ¿Preferirá la gloria de seguir enchufado o se irá a Miami a disfrutar de su indignidad?

¡Yo no he perdido la confianza que vive en mí! A pesar del derrumbe causado por los oprobiosos manejos delictivos del régimen militar y la atomización de nuestra geografía humana no traiciono la fe que mantiene viva mi dignidad. Creo en la memoria del país que albergo y custodio en mi cerebro y en mi corazón. Confío en que volverá a ser, en que volveremos a reír y a mirarnos a los ojos, y las plazas se llenarán de nuevo de gente serena y se iluminarán las calles y las avenidas y volverán a crecer los árboles de la memoria.

No perder la fe se ha convertido en mi primera obligación civil. Recuperar la confianza en nosotros mismos es reconocer y aceptar sin vacilación la majestuosidad del Ávila, el aire sagrado que navega en nuestras almas y el prodigio que arrastran los caudalosos ríos del tiempo, del arte y de la imaginación. 

Y seguiremos alimentándonos de la confianza que sentimos por ser dueños de un destino mejor.


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