Se tiene al siglo XX como un período de expansión de las ideas, de mayor liberalismo, de democratización gradual, pero a veces se nos olvida que también fue un siglo cruel para muchos intelectuales y artistas, sobre todo para los que vivieron bajos las plagas del comunismo soviético o del nazismo alemán. Las relaciones entre intelectualidad y poder siempre han sido tórridas a lo largo de la historia de la humanidad, quizás porque el primer concepto es de avance y apertura, mientras el segundo es de llegada y retención. Las ideas, por lo visto, pueden ser corrosivas cuando confrontan al poder que se quiere inmóvil: aquel que detiene el tiempo y perpetúa las costumbres. No escapa Venezuela a esta penosa tradición, aunque quizás sin las mismas dosis de crímenes y presidios que otros países han tenido. Rufino Blanco Fombona, por ejemplo, fue un preso único de Juan Vicente Gómez, pero su largo calvario, gracias al cual escribe sus Diarios, no se compara con la ruina física y moral que acaba con Mandelshtam en unos pocos años, luego de la sentencia inapelable de Stalin. En Venezuela, es cierto, podráa admitirse que los intelectuales han tenido poca figuración pública, por no hablar de poca incidencia en las decisiones políticas, pero eso no significa que su contribución haya sido menor; muy por el contrario, nos ocurre que comenzamos a valorar sus obras cuando ya han muerto, corroborando en muchos casos que fueron muy avanzados para su época. En síntesis, la vida de los intelectuales, y sobre todo en las repúblicas en formación, nunca está exenta de riesgos, amenazas, exilios o presidios. Queda siempre la obra, pero como testamento de una vida magullada.

Hago esta reflexión a la luz de los acontecimientos públicos que en días recientes han envuelto al sociólogo, intelectual, columnista, pensador de los procesos culturales y amigo Tulio Hernández. El acoso, el desprecio, el despido y los bajos señalamientos que se erigieron en cuestión de horas, constituyeron un caso de estudio de cómo se pueden acabar las reputaciones con argumentos infundados. Comenzando por la redes y terminando con la amenaza del señor presidente, que al señalar a cualquier mortal ya activa al tribunal de turno o a las huestes motorizadas, Tulio Hernández se ha quedado sin defensas, sin protección y sin canales para argumentar. Es un brusco bajón de telón en el que todos los que opinamos, disentimos o aspiramos a expresarnos libremente debemos vernos, pues lo que él ha estado viviendo nos podría pasar a cualquiera. Ya en 2014, como secuela de la demanda que se introdujo contra El Nacional cuando reprodujo una noticia de un reconocido periódico español, Tulio Hernández, como casi todos los miembros del Consejo Editorial, tuvo que abandonar el país por varios meses para evitar males mayores. Se refugió en Gerona, gracias al gesto anfitrión de colegas académicos, y allí estuvo impartiendo clases de gerencia cultural hasta que pudo regresar el país. Confiemos en que el actual hostigamiento no lo lleve de vuelta a otros horizontes. 

En algún momento también haremos el recuento de la relación entre intelectualidad y poder de estos malhadados tiempos: los presidios, las persecusiones, las expulsiones, la autocensura, la indiferencia de los que antes fueron colegas o la ruina económica. Y al igual que siempre, nadie recordará a los esbirros, censores o miserables. Los sátrapas quedarán en las sombras y los que defienden las ideas, aunque ahora sufran, volverán a la luz. 


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