No sé qué es más trágico: si la situación misma que sufrimos los venezolanos, una de las más tristes y desgraciadas de la historia de la región, solo comparable a las grandes tragedias vividas en Europa en el siglo XX, o la inquebrantable decisión de impío y mezquino desapego de las naciones regionales, con muy notables excepciones, por cerrarle el paso a toda expresión de generosa y auténtica solidaridad con el sufriente pueblo de Venezuela.

“Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto”. Franz Kafka, La metamorfósis.

A Luis Almagro, en eterno agradecimiento.

Si en un juego del tiempo volviéramos a los setenta de la Unidad Popular, pero bajo las actuales coordenadas políticas occidentales, Salvador Allende, los partidos de la Unidad Popular, el MIR y sobre todo Fidel Castro habrían coronado con éxito sus propósitos. Se hubiera impuesto la decisión del proyecto estratégico del tirano caribeño y sus sigüises chilenos hubieran liquidado de cuajo el área privada de la economía, se hubiera estatizado toda la vida económica del industrioso país sureño, el Estado se hubiera apropiado de cuanto los chilenos habían construido en sus poco menos de cinco siglos de existencia –empresas, haciendas, negocios, colegios, universidades, iglesias–, la educación hubiera puesto de rodillas el histórico pasado liberal conservador de los chilenos y hoy, tras la depuración revolucionaria, una dictadura encabezada por los sectores más radicalizados y bolcheviques de la izquierda chilena llevaría 45 años gobernando al frente de una tiranía castro comunista.

Bajo la presión de The New York Times el gobierno de Estados Unidos y la CIA se hubieran abstenido de intervenir en Bolivia, el Partido Comunista boliviano se habría sumado a las huestes del Che Guevara y lo que sucedería poco después, la intervención del ejército boliviano a favor del proyecto de izquierdas, se hubiera adelantado, favoreciendo el establecimiento de una dictadura del mismo tenor que la chilena, dominando el corazón geográfico de América Latina. La onda expansiva se hubiera encargado del resto: el Cono Sur hubiera pasado a manos de yupamaros y montoneros, subiendo como una oleada por llanos, ríos y montañas, hasta coronar el dominio del anhelado proyecto castrista: una América rojinegra, marxista leninista, castrista, bolivariana. Si así hubiera sido, Venezuela hubiera culminado, no antecedido el proceso de metabolización de la América marxista. Y bajo un rumbo tan definido y respaldado en el mundo entero, posiblemente no habrían tenido lugar los cambios que el destino le tenía deparado al bloque soviético. El fantasma del comunismo estaría a punto de fagocitarse el universo.

Es un juego imaginario. Pero si ello no sucedió se debió a la acción de las dos figuras políticas más trascendentales de la América Latina de la segunda mitad del siglo XX, así parezca aberrante: el chileno Augusto Pinochet y el venezolano Rómulo Betancourt. Así parecieran enemigos jurados, y lo fueron por razones obvias, compartían la misma preocupación histórico-estratégica fundamental: enfrentarse a Castro y al castrocomunismo y asegurarles el futuro a sus generaciones impidiendo la disolución de la tradición democrática de sus respectivos países. Betancourt aplastó en Venezuela al castrismo en todos los terrenos, en especial en el militar. Como lo hiciera Pinochet en Chile. De ambos, fue Betancourt quien dictó la sentencia y marcó la agenda: quien a hierro mata no puede morir a sombrerazos. Y la democracia se impuso como la forma existencial de la América Latina del siglo XX. Con el respaldo de las dos grandes figuras de la política norteamericana de esa década crucial: Richard Nixon y Henry Kissinger.

Como diría mi maestro Hegel, lo afirmado no es un capricho anecdótico de quien esto escribe: es el producto de la cosa misma. Lo que opinaran los tartufos de Manhattan y los alcahuetas del Pulitzer, a Pinochet y a Rómulo no les alteraba el sueño. Tenían un propósito esencial: impedir la expansión del castrocomunismo en sus países y luchar por imponer el orden liberal de la historia en la región. Así fuera sirviéndose de métodos aparentemente reñidos con dichos ideales. Logrando ambos, contra viento y marea, a redropelo de los dictados de la Internacional Socialista y la amplia, vigorosa e influyente familia marxista dominante en la llamada hegemonía de occidente, que la región se mantuviera fiel a los dictados libertarios y su destino no estuviera en La Habana.

Pero como bien decía el bardo judío norteamericano Bob Dylan: los tiempos están cambiando. Tras un sostenido y muy acucioso trabajo en las sombras se impuso una teoría siniestra, digna de la más afiebrada de las mentes conspirativas: lo mejor para combatir al enemigo es identificársele, entregarse a sus brazos y cederle las llaves del reino, concederle secreta o abiertamente la dirección de los asuntos públicos. Asumir sus principios, regirse por sus normas, obedecer sus propósitos. Fue la sustancia, el meollo, la esencia del aporte geoestratégico de Barack Obama a la actuación del gobierno de Estados Unidos en el mundo: bailar con el enemigo. Respecto de nuestra región, bajar el clima confrontacional y permitirle el paso al castrismo en Cuba y al chavismo en América Latina, al lulismo en Brasil y a los Kirchner en Argentina. Fue el mensaje encriptado que se apoderara del consejo de dirección de The New York Times. Copia a tu enemigo, imítalo, sigue sus pasos, embriágalo. Convéncelo de que eres su amigo, no su enemigo. E invítalo a unirse a tus mesnadas. Fue la línea estratégica del Departamento de Estado desde el triunfo de Obama y los demócratas. Ser más papista que el Papa, más castrista que Castro, más chavista que Maduro. Tal como sucede con el Vaticano, que sigue la misma línea estratégica.

Los resultados están a la vista y para Venezuela son absolutamente devastadores. En el balance de pérdidas y ganancias que dominan las cancillerías de Occidente, Venezuela no vale la pena del más mínimo riesgo. Somos poco más que un perro muerto. Y la Internacional Socialista, Pedro Sánchez y el Sr. António Guterres han extraído las consecuencias: Venezuela puede ser echada al basurero de la historia. Dos expresiones de tal predicamento se han impuesto en horas a la conciencia de los demócratas venezolanos y la terrible sensación de pérdida que acarrean: The New York Times decidió hacer público su rechazo a que el gobierno de Donald Trump se involucre en una intervención militar en Venezuela, como respuesta al reclamo absolutamente mayoritario de la ciudadanía venezolana que la exige a gritos, por una parte. Y por la otra, antes de que el gobierno norteamericano hubiera emitido el menor comentario al respecto, las naciones que conforman el Grupo de Lima, que hasta entonces había mantenido una actitud hostil hacia el régimen dictatorial de Nicolás Maduro y parecía moverse en las cercanías del secretario general de la OEA Luis Almagro, decidido defensor de la intervención regional en Venezuela bajo cualquiera de sus formas, acaba de pronunciarse rechazando de plano toda intervención en los asuntos internos de Venezuela. Una línea vertical de obediencia estratégica parece trazarse así desde la dirección del The New York Times, hasta los gobiernos tartufos, alcahuetas, cobardes y traidores de América Latina con una decisión que condena a muerte las esperanzas del sufrido pueblo venezolano de recibir el único auxilio requerido: desalojar por la razón o la fuerza a la tiranía castrocomunista de Nicolás Maduro. Como lo dijese uno de nuestros más relevantes analistas, el político y diplomático Alfredo Coronil Hartman: Brasil y Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Ecuador y Bolivia, por solo mencionar a los más vecinos, decidieron “dictar una sentencia de muerte contra el pueblo venezolano”. Encargado de redactarla fue el actual vicecanciller peruano y ex jefe de gabinete de José Miguel Insulza mientras se desempeñara sin pena ni gloria como secretario general de la OEA, el embajador Hugo de Zela. Seguro aspirante a la Secretaría General, su decisión de ir a por el cargo y defenestrar al extraordinario Luis Almagro se combina con la traición de las repúblicas contra la patria libertadora. Con la notable excepción de Canadá y Colombia. Y de Estados Unidos, que no forma parte del Grupo de Lima. El resto es silencio.

Deben saberlo: con la traición de Lima han dado un grave paso en falso, respaldados por el decadente y senil Pepe Mujica y la inefable Internacional Socialista de Zapatero y Pedro Sánchez. Ni el pueblo venezolano cesará en su lucha a muerte por su libertad y su democracia, ni Luis Almagro cederá a las sucias presiones del tartufismo pro madurista hispanoamericano.

No sé qué es más trágico: si la situación misma que sufrimos los venezolanos, una de las más tristes y desgraciadas de la historia de la región, solo comparable a las grandes tragedias vividas en Europa en el siglo XX, o la inquebrantable decisión de impío y mezquino desapego de algunas naciones regionales por cerrarle el paso a toda expresión de generosa y auténtica solidaridad con el sufriente pueblo de Venezuela. Es una pesadilla kafkiana, acompañada de una inhumanidad y una falta de compasión jamás vivida antes en la región. Y lo más doloroso: en detrimento del pueblo más solidario de América Latina. Estamos tocando fondo.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!