Hace 50 años (1968) apareció la primera edición de País portátil, novela ejemplar y superlativa donde las haya. Y hace una década (12/01/2008), se marchó de este mundo y con ese país a cuestas su autor, Adriano González León, hombre que daba sed y «bebió de la vida su dolor, su alegría y su melancolía», y mercería le dedicásemos la totalidad de este espacio. Será asignatura pendiente porque se cumplen hoy 60 años de la huelga general del 21 de enero de 1958, convocada por la Junta Patriótica contra la dictadura perezjimenista. Es inevitable referirse a esa jornada que precipitó la caída del llamado «oprobioso régimen», mote que etiquetará en futuro no lejano (esperamos) al nicochavismo. Quienes tienen edad y memoria para ello, recordarán que era martes y el país amaneció en suspenso. La prensa, solidaria con la insurrección en curso, acató el llamado al paro y un ominoso silencio noticioso, que presagiaba conmociones, dio pie a rumores y conjeturas de toda índole. En la capital, los pocos vehículos que circulaban por las calles desiertas lo hacían con ramas que, a modo de improvisadas escobas, colgaban de sus parachoques para barrer tachuelas y miguelitos. La paralización fue total. 48 horas y 2 toques de queda más tarde, la Vaca Sagrada, con Tarugo a bordo, levantaba vuelo rumbo a República Dominicana y no precisamente para dialogar. Esa huida de ópera bufa no fue colofón de azarosas improvisaciones, sino de una tenaz y prolongada resistencia que comportó exilio, prisión y muerte para centenares de compatriotas. Y hay antecedentes que debemos recordar, porque contribuyeron al desplome de un gobierno militar no muy distinto del encabezado por la troika Maduro-Cabello-Padrino.

«Con la iglesia hemos topado» es frase descontextualizada de un pasaje del Quijote, con la que se advierte con docta suficiencia sobre el peso de la ley divina. Viene a cuento a propósito de las órdenes giradas al rapsoda del Ministerio Público –no habla bien de su poesía el ideólogo del socialismo del siglo XXI, Heinz Dieterich, en su último artículo, “Batalla entre Herodes y la vieja guardia chavista”–, a objeto de investigar a los prelados Antonio López Castillo, arzobispo de Barquisimeto, y Víctor Hugo Basabe, obispo de San Felipe, por presuntos delitos de odio. Una acusación falaz, pues la prédica y apostolado del buen cristiano se fundamentan en el amor al prójimo; pero, y echemos mano de otra frase que Cervantes jamás escribió –una cita, asentó Ambrose Bierce, en su Diccionario del diablo, no es más que la «repetición errónea de palabras ajenas»–, «cosas veredes, Sancho que farán fablar las piedras». Con la iglesia se topó el reyecito, cual le ocurrió a la encarnación tachirense del nuevo ideal nacional.

El 1° de mayo de 1957, se leyó en los templos del país una carta pastoral elaborada por el arzobispo de Caracas, monseñor Rafael Arias Blanco, en la que, a la luz de la doctrina social del catolicismo, se detallaba la precaria situación de los trabajadores. En una nación sometida a la censura informativa, las palabras del valiente sacerdote fueron clarín de libertad que avivó la chispa de la subversión y la impulsó a manifestar su rechazo a la tiranía. En noviembre del año en cuestión, fue paseado por Caracas un burro con birrete y un cartel que le acreditaba como ministro de educación, aludiendo al nombramiento del general Hugo Prato para tal cargo. Y, a pesar de la represión desatada por los esbirros de Pedro Estrada, y la coacción propiciada por Laureano Vallenilla Planchart para prolongar el mandato del hombre de Michelena mediante un fraudulento plebiscito, más pudo la dignidad que el miedo: la razón se impuso a la barbarie y la democracia venció al despotismo. No para siempre, como se pensó y se aspiraba. Lamentablemente.

Un chino que, por viejo, fue muy sabio –¿Confucio, Lao Tse?–, a quien endilgan frases rotundas e incuestionables, más sobre lo profano que lo sagrado, dejó dicho que «gobernar es el arte de crear problemas con cuya solución se mantiene a la población en vilo». Para los revanchistas que en mala hora se hicieron del poder en Venezuela, gobernar es oficio de felones, no un arte; y la política, quehacer de aprovechados, no ciencia. Y, sin embargo, ¡qué cosa más grande!, pudieron ingeniárselas para que la ciudadanía permanezca al borde de un ataque de ansiedad y pendiente de un hilo, ¿qué digo?…  ¡de un CLAP! Se valieron de la extorsión a fin de que el menesteroso se sintiese obligado a gratificarles con su voto porque, carnet de la patria mediante, le echan de comer y algodón, dos o tres dólares al cambio real, va a parar a su bolsillo. Dinero basura con el que no se puede comprar lo que no hay y, nada, al saqueo, al bachaqueo y a noticias como esta: «La ola de protestas por falta de alimentos que se registró el jueves pasado en el estado de Mérida, en el oeste de Venezuela, dejó unas imágenes que se han viralizado en redes sociales. En la escena se ve cómo una veintena de hombres rodea a una vaca en la hacienda Miraflores de Palmarito y terminan abatiéndola a pedradas. En el video puede escucharse la frase: ¡Tenemos hambre!» (El País, Madrid, 15/01/2018). Comparada con esta, la situación denunciada por Arias Blanco era color de rosa. Y Nicolás, ¡yo no fui!, presentando a la prostituyente cubanoide memorias de puro cuento y festejando la masacre de El Junquito y la ejecución extrajudicial de Oscar Pérez a cargo de matones a sueldo del colectivo Tres Raíces (¿torcidas?) y sicarios uniformados de la FAES y la GNB, debidamente felicitados, condecorados y recompensados.

Rogar para librarnos de «la peste que condujo al país a la ruina moral, económica y social» no es delito ni pecado. Es obligación moral de los pastores de almas. Así se plasmó en la homilía que enfureció a Maduro, por la que se acusa al episcopado larense y yaracuyano de infringir la fascista Ley del Odio. Acusación a la que no teme monseñor Basabe: «Acá en mi casa estoy, con mis únicas armas: mi fe en Cristo y la certeza de que mi vida está en sus manos. Allá por aquellos a quienes ni su conciencia ni la historia les perdonará… No tengo miedo, señor Maduro, la cobardía no es lo mío» Tampoco se acobardó Oscar Pérez y su sacrificio no ha sido vano. Para tu infortunio, Nicolás, te metiste con el santo… ¡ojo con la limosna!

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