Desde la urbanización donde ahora resido, bajar a la ciudad no es una buena expresión ya que para regresar no hace falta subir, por la sencilla razón de que ni siquiera hay una pequeña cuesta que superar, pero es una manera de hablar como tantas otras y en eso estamos. Una de las últimas veces que bajé a la ciudad fue para una diligencia en el Consulado francés y como en otras oportunidades en las que ando bien de tiempo, decidí dar una vuelta por uno de los cafés de mayor solera en la capital que en su momento, cuando las tertulias literarias y políticas en Madrid era lo que había, se conocía como el café de los poetas. Este café restaurante ha conservado la buena costumbre de tener a disposición del cliente diariamente un ejemplar del Times de Londres. Una de las razones de mi asiduidad al local es la de echar un vistazo a este diario británico en conjunto y leer, sobre todo, el editorial que aparece en páginas centrales. No creo que haya otro periódico en el mundo que cuide con semejante esmero tanto el fondo como la forma del lenguaje en que viene escrita no solo esta página sino la de los obituarios que en el diario aparece como “Register”.

Si en el resto del país la canícula de estos días mordía, en Madrid ladraba, de manera que encontrar un lugar climatizado, como ahora se dice, y bien, era una bendición después de recorrer dos cuadras. Abrí el periódico mientras uno de los mesoneros me atendía y eché un vistazo desde la cafetería a los que estaban todavía en la sobremesa en el restaurante. No había mucha gente, solo tres mesas ocupadas. Una de ellas, por tres individuos a los que un camarero acababa de colocarles una nueva ronda de whisky en las rocas. Whisky en las rocas y servido de la manera en que lo habían pedido, cuando en general el español suele tomarlo con cocacola, –¡oh! Horror–, es cosa de venezolanos de buena posición en estos tiempos que corren. En todo caso, me enfrasqué en la lectura porque encontrarse con gente procedente de Venezuela en cualquier punto de la España actual ya no es una rareza, es simplemente lo habitual, dada la cantidad de quienes, por una razón o por otra, forman ya parte de una de las diásporas extranjeras más importante en suelo ibérico.

El mesonero vino, yo seguí enfrascado en la lectura del Times, en la parte que me interesa, como digo, mientras que los tres individuos dieron por concluida la sesión y se levantaron para irse. Pero de repente, uno de ellos se dirigió adonde me encontraba y me preguntó a boca de jarro si yo era fulano de tal. Pidió tomar asiento y me dijo de una vez: “Pues, don, a usted le debo yo mis estudios doctorales en Estados Unidos”. Su nombre no me dijo nada y necesitó aclararme que había sido alumno mío de Psicología Social en la UDO, que le había servido de mucho mi teoría de entonces sobre la importancia de las actitudes –los cambios y la imposición– para el desarrollo de su tesis.

“Pero no es eso solamente. De usted recuerdo aquel foro en el Aula Magna con un grupo de intelectuales de izquierda de Caracas, entre los que había uno de los Silva Michelena. A quienes éramos sus alumnos, nos gustó su forma de hacer frente a la teoría de la departamentalización que era el tema del foro y su visión sobre la influencia de la Escuela de Frankfurt en una buena parte de lo que estaba pasando más allá de la vida provinciana que se desarrollaba en aquella, ya no tan plácida, ciudad de Cumaná, sumida en el subdesarrollo. Meses después, la universidad se convirtió en foco de importantes disturbios, tanto dentro del campus como fuera de él. Un día, a la salida de clase usted me dijo que quería hablar conmigo. Yo no era el mejor de los alumnos, pero me propuso que me infiltrara en el movimiento estudiantil con el fin de suministrarle información para tratar de detener las acciones, que consistían en haber quemado ya dos de los autobuses, y saber de dónde venían y quiénes estaban detrás de la quema de cauchos en la autopista, paralizando por horas el tráfico. Como contrapartida, me prometió gestionarme una beca para hacer un máster, una vez graduado en la UDO, en la universidad americana de Kansas y posiblemente, los estudios de doctorado. No se sí hubo otros infiltrados, pero yo hice mi labor y usted cumplió la promesa. Recuerdo que ya había pasado lo del desembarco frustrado de Machurucuto, pero usted seguía advirtiendo sobre el peligro de la influencia cubana en lo que estaba sucediendo”.

Cuando quise saber si este antiguo alumno vivía ahora en España, me dijo que hacía ya unos años que la trasnacional en la que había comenzado a trabajar en Estados Unidos lo había trasladado a Suiza y que su paso por España era eventual. No se despidió sin antes decirme que él era de Marigüitar, en Sucre, y que había algo más: con esa ayuda y la beca, él pudo, dijo, enviar algo de dinero a sus padres. “Cuando lo del comedor, usted que era el decano, y en vista de que muchos alumnos solían llevarse eso que usted llamó el ‘menaje’, dijo que la vigilancia se encargaría de impedirlo. Sucedía que muchos estudiantes no habíamos usado antes ni tenedor ni cuchillo, cuchara nada más y eso de palo, como en mi caso, don”.

Doy cuenta de ello –de lo que sucedió tal como lo cuento– para destacar la función transformadora de la educación en una zona subdesarrollada como era entonces una buena parte el estado Sucre. Y por ese tratamiento del “don” –tan corriente entre orientales y llaneros– así a secas, en lugar de “señor” o el mismo “don”, pero seguido del nombre de la persona.

“¡Ay, don! –escuché decir a una persona que había sufrido en aquella época un accidente–, llame a mi familia, que no quiero morir sola”.

Eran otros tiempos en los que el detalle tenía importancia.


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