En todos los seres vivos se producen movimientos corporales. Algunos involuntariamente, solo por obra de la naturaleza; otros, por voluntad propia. Esos movimientos se traducen en comportamientos, y cada especie tiene sus maneras de hacerlos. Así, las plantas involuntariamente lo hacen acatando la inmodificable naturaleza, a la cual están sujetas. Los animales irracionales, respondiendo a sus instintos y a los innegables aprendizajes que reciben. No así los seres humanos, quienes ajustamos nuestro comportamiento a la cultura adquirida en forma sistemática o asistemática.

De estos últimos cabe esperarse la adopción de respetuosos modos en el actuar diario, tanto en su vida privada como cuando lo hacen en funciones públicas. O sea, acordes a su estatus y, más aún, a aquellos de mayor jerarquía la exigencia ha de ser también mayor, pues están obligados a honrar aquella denominación de primeros magistrados.

Ciertamente, el comportamiento de las personas es y debería ser siempre una escuela. Pues con el de otros aprendemos, y con el nuestro debemos enseñar. De ahí la necesidad de la prudencia y del respeto en el actuar. Entonces, indistintamente, todos somos a la vez educadores y educandos, aun sin la intención de serlo.

Bien sabemos que a los docentes, tratándose de educación sistemática, se les exige, además del dominio de los conocimientos que imparten y sus claras explicaciones, una adecuada actitud personal que sugiera ser copiada a manera de modelo por los alumnos.

Contamos con la muy importante educación informal, denominada asistemática, aquella que no está sujeta a planificación alguna ni a cánones pedagógicos, es la que ejercemos todos en el quehacer diario, en el cumplimiento de las tantas obligaciones. En este sentido hay personas que, con su habitual comportamiento alumbran el camino de la vida al dejar estelas traducidas en la práctica de virtudes, con testimoniales enseñanzas, son paradigmas.

Pareciera que algunos funcionarios, sobre todo los de alta jerarquía, deliberadamente obviaran todas esas normas y las más elementales de la urbanidad, y olvidaran también que son los más acuciosamente observados, tanto en el auditorio nacional como en el internacional, razón por la cual deberían cuidar su lenguaje, gestos y sus inocultables mendacidades para evitar malestares.

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