Hace cinco años, cuando llegué a Madrid, pude constatar que España era un país ordenado donde las cosas funcionaban, pero que podría dejar de serlo en el momento en que la socialización ciudadana que había producido ese orden a través de la democracia podía cambiar de rumbo. Es decir, en el momento en que el bienestar se limitara no tanto de la ciudadanía –aunque también– sino preferentemente a los políticos. España carece de los recursos de que han hecho ostentación algunos de los países que se agrupan bajo el llamado Foro de San Pablo, como el mismo Brasil, Venezuela de manera determinante y otros países de Suramérica.

Alguien que no estaba para escuchar lo que creía que eran soflamas de recién llegados, conocedor de la ingente trasformación que España había experimentado durante los años de la democracia, advirtió que mientras los supermercados estuvieran llenos de productos con los que podían competir lo que se producía en España, cualquier sospecha era infundada.

Los súper siguen llenos y la competencia con los españoles es ostensible, pero hay un pequeño problema. Para que esto siga su marcha se necesitan presupuestos y estos deben ser aprobados por el Congreso de los diputados, algo que no parece hoy factible

El actual presidente del gobierno de España que descabalgó al anterior sin echar mano del voto democrático –un gobierno aquel que llevaba con equilibrio la situación– ha comenzado a tener serias dificultades en este aspecto. Pensar más en el bienestar de los mismos políticos que en el de los ciudadanos en cuanto a mejoras tiene un objetivo electoral, aun para la izquierda redentora –la de los casoplones y demás ventajas que les da el acceso a un buen salario–.

Pero esto no se podrá hacer sin resaca: la de la división de España tanto política como territorialmente, comenzando por el problema catalán, sin solución a día de hoy.

Y hasta ahí llegan la raíces del cambio.

Volviendo a cómo empezó lo nuestro con aquel teniente coronel que había renunciado a cobrar un sueldo como presidente de la República en la idea de que venía como el hombre de orden para encarrilar a Venezuela, la similitud no parece extravagante. Pero tan espléndido propósito duró hasta que alguien colocó en la muñeca del mandatario de marras un reloj Bulgary y fue acumulando en su fondo de armario hasta más de un centenar trajes exclusivos.

En el caso presente la dimensión es otra: se habla de la restructuración de la sociedad española.

Cuando el papa Alejandro VI consiguió el papado (no con tan buenas maneras como se suponía debía ser un cónclave) fue enfático, al afirmar: “Ya que hemos conseguido el papado, disfrutémoslo”.

Y así fue.

Y así parece ser, bajo excepciones, cuando gentes de mediana lección logran acceder a estos puestos de mando de tanta responsabilidad. Y eso que en el caso de Alejandro VI tenía por delante el muro de contención de la morium corruptio o corrupción de las costumbres.

Si los caladeros de votos están en los pensionados, es ahí donde las promesas de la igualación con el resto de Europa van a producir mayor beneficio electoral.

¿Qué viene después?

La crisis.

¿Cómo afrontarla? Cundo llegue, ya se verá. Zapatero, como presidente, ya lo hizo. De momento, lo que importa es seguir en el gobierno.

Al frente.

Y tener el avión Falcon a punto, para asistir a la boda de algún familiar, sin olvidar que las vacaciones navideñas están a la vuelta de la esquina.

Por cierto ¿cómo se llama el palacio ese en el que piensa disfrutar el presidente del gobierno de España su descanso de fin de año en España?

Hoy el cielo de Madrid está encanallado con una niebla que en tiempos en que los arrieros españoles recorrían Europa para hacer entrega de la mesta (la lana) con la que en Flandes se hacían las telas más sublimes, se decía que no se veía un burro a tres pasos.

Las cosas han cambiado, y lo que se dice en días como este es: mañana de niebla, tarde de paseo.

Con sol, claro.


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