El domingo 10 de junio se inició en Colombia la veda informativa para los candidatos, sus campañas y las empresas encuestadoras. En un alarde de ensayo probabilístico, el periódico El País de España, luego de efectuar 80.000 ensayos computacionales llegó a la conclusión de que hay 80% de posibilidades de que el candidato del Centro Democrático, Iván Duque, sea electo el 17 de junio como próximo presidente de Colombia. Su competidor, el ex guerrillero del M19 y ex alcalde de Bogotá Gustavo Petro, solo alcanzó 20% de probabilidades.

Las encuestas presentaron conclusiones semejantes. Todas, sin excepción, dieron al senador del partido del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, Iván Duque, como seguro ganador. Fluctuaron por un margen de preferencias que fue del 13% al 20% y concluyeron con la taxativa afirmación de que solo un evento impredecible, cercano al milagro, podría hacer variar significativamente los cálculos. De no cambiar las circunstancias de aquí al 17 de junio, esa noche Duque será ungido como futuro presidente de Colombia. Una victoria de dimensiones históricas, como la de Macri en Argentina y Sebastián Piñera en Chile, que puede transformar el rumbo político de nuestra región.

La centroderecha se habría convertido en un dique de contención a la injerencia del castrocomunismo y el chavismo y su socialismo del siglo XXI, y acompañados por la eventual caída de Daniel Ortega en Nicaragua, esos dragones estarían a un paso de desaparecer de los principales problemas políticos de la democracia en la región. Resta el caso de México con López Obrador, último asalto al poder de las izquierdas castristas.

Será un hecho de trascendental importancia para Venezuela. No cabe ninguna duda que de haber continuado Juan Manuel Santos la política de paz y seguridad democrática y su frontal combate a las guerrillas de parte de Uribe Vélez, la paz no hubiera sido producto de una ambigua y onerosa negociación política abierta a la influencia determinante del castrocomunismo cubano, que no tuvo otro objetivo que hacer posible en el mediano y largo plazo la inserción de las guerrillas marxistas en el establecimiento político colombiano y reproducir la experiencia de asalto al poder por la vía pacífica y electoral, propiamente neofascista, del llamado socialismo del siglo XXI ensayado exitosamente por los sectores golpistas de las fuerzas armadas y los sectores filocastristas de la sociedad política venezolana.

La paz que aspiraba el uribismo era una paz factual, kantiana, una paz de hecho y de derecho, reafirmada por la derrota militar inequívoca, definitiva e irrecusable de las guerrillas sobre el campo de batalla. Con efectos multiplicadores sobre el tejido pacífico democrático colombiano y el fortalecimiento consiguiente de su genética liberal y capitalista. Una paz conquistada a punta del fortalecimiento del Estado de Derecho y la fuerza y el poderío de la ley. No un compromiso político que traicionara los presupuestos fundamentales del envite democrático uribista, como lo sería incluso a pesar del rechazo plebiscitario a sus engañosos términos.

Para quienes respaldamos desde Venezuela a Santos, en la esperanza de que él fuera el personaje perfecto para continuar la política implementada por Uribe y puesta en práctica por él en el campo militar, creyendo que en sus años de gobierno el golpe a las FARC y al ELN debilitaría la política estratégica del chavismo, elaborada en Cuba e implementada a nivel continental por el Foro de São Paulo –conquistar el continente para enfrentar al imperio y terminar por imponer el castrocomunismo en el hemisferio, estrategia suspendida sine díe pero jamás abandonada–, su maquiavélica sumisión a dichos términos estratégicos constituyó un golpe de incalculables dimensiones. Santos ha contribuido objetiva y subjetivamente al fortalecimiento del castrocomunismo en Venezuela. Y ha servido al brutal agravamiento de su crisis humanitaria.

La candidatura de Gustavo Petro ha sido la mejor fórmula de recambio posible bajo estas circunstancias para continuar la estrategia injerencista del comunismo cubano: reinventar la Gran Colombia, hacerla socialista y convertirla en el gran foco de irradiación para el resto de nuestra región. El frontal rechazo de la opinión pública colombiana al asalto electoral de Timochenko demostró que las condiciones aún no estaban maduras como para abrirle las puertas del Palacio Nariño a los ejércitos castrocomunistas colombianos. La respuesta fue retroceder un paso, enmascarar la ofensiva y atar en un solo alijo a las fuerzas del “progresismo izquierdista colombiano”. Fortalecer un ejército de tartufos, tontos útiles y canallas con la tarea de impedir el triunfo de Duque y recomenzar la marcha hacia la venezolanización de Colombia.

Si Petro ha conseguido obtener un tercio del potencial electorado colombiano ha sido por esa estrategia de diversión, el transformismo de sus verdaderas intenciones y el respaldo de la infame inconsciencia de sectores políticamente prostituidos, como el de las señoras Betancourt y López, el empresariado, la academia e incluso la Iglesia católica. Reproduciendo de manera arquetípica los arcanos que llevaron a Chávez al poder: propietarios de medios, banqueros, jueces y académicos. 18 años después el resultado es mucho peor que el de la Guerra a Muerte y la Guerra Federal. Venezuela ha regresado al oscuro corazón de sus tinieblas.

Que no es Colombia lo que les importa, sino el asalto a su institucionalidad y su conversión en lo que en lenguaje guerrillero podría denominarse zona liberada, es tan evidente, que nada ni nadie podrá impedir la victoria de Iván Duque. El día después comienza la verdadera guerra: desplazar al madurocastrochavismo de las esferas por él conquistadas, fortalecer la naturaleza liberal democrática colombiana, afianzar su desarrollo económico y coadyuvar en el emprendimiento que permita el repotenciamiento de la economía y la sociedad colombianas.

Es la tarea histórica que se le plantea al uribismo. Fortalecer la democracia colombiana y coadyuvar en la liberación de Venezuela. Es su imperativo categórico.


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