Las fuerzas armadas, antes plurales y ahora singularizadas por afán absolutista, siempre han sido puntillosas en cuestiones relacionadas con una honorabilidad que postulan incontestable y, por quítame esta paja, son capaces de someter a juicios que trascienden su jurisdicción a quienes duden de su pundonor. En época de Tarugo, por un error cometido en la lectura de un reclamo publicitario, ¡joven venezolano, inscríbete en la horrorosa (por honrosa) carrera de las armas!, tuvo que salir en voladillas un comentarista hípico; de la república civil huyó un metteur en scène que pretendió mostrar a la adúltera esposa de un oficial en lúbrico rascabuche con un recluta que ocultaba sus pudendas partes bajo una toalla en la que se leía “El honor es su divisa”. Y es que, en democracia o dictadura, los militares han disfrutado de un fuero excepcional. Por eso, no esperaba uno que Padrino reprochase la conducta de sus polizontes militarizados –«No quiero ver un guardia nacional más cometiendo una atrocidad en la calle»–, aunque después se ciñese al sabio y viejo refrán, «ojos que no ven, corazón que no siente», a fin de que los «hampones uniformados» continuasen deshonrando su divisa. Lo que sí no tomó a nadie por sorpresa fue la celeridad con que areopagitas de pacotilla desestimaron el recurso electoral solicitado por Luisa Ortega Díaz.

Era escueta y mucho la nota que informaba sobre lo que sabíamos iba a suceder: que el tsj declararía inadmisible el amparo solicitado a esa factoría de sentencias inicuas por la fiscal con la esperanza inútil –y flor del desconsuelo que cantaba el inquieto anacobero– de ponerle un parao’ a la aventura prostituyente de la dictadura militar aparentemente encabezada por maduro (¡no, no es un error tipográfico!). Era lacónico el registro noticioso de un fallo previsto y apresurado que anticipa similar suerte a la petición de juicio de mérito a los magistrados de ilegítimo origen que conspiran contra la formación republicana. No otra cosa debe esperarse de entogados rufianes agavillados para delinquir sin riesgo de castigo, que han puesto el derecho al revés para sustentar retorcidas deposiciones como, por ejemplo, argüir que el trámite adelantado por la titular del Ministerio Público «es inoficioso por la inepta acumulación de pretensiones». El alegato dejó tras suyo una estela de frase cohete y un je ne sais quoi de explicación cantinflérica que asocié al “pseudorretórico”, uno de los cincuenta caracteres imaginados por Elias Canetti en El testigo oidor (1974), que «para hablar, busca oyentes que no sepan de qué habla». O que no le entiendan. No importa saber o entender de ciencias nomotéticas para percibir que a esos jueces las togas les vienen holgadas en demasía, y conjeturar que sus dictámenes, arteros y deplorables, son mecanos lingüísticos, puzzles semánticos armados en lúdica gimnasia redaccional en la que cada partícipe contribuye con una aleatoria ocurrencia, sin conocer las aportadas por el resto.

¿Cadáveres exquisitos? Quizá el procedimiento, no la inspiración. Sería irrespetar a los surrealistas –que no lo inventaron, aunque sí le endilgaron el nombre, a partir de la frase inicial del primer texto (del que se tenga noticia) elaborado por su mediación, Le cadavre exquis boira le vin nuveau, lo que entre ellos dejó de ser mero pasatiempo para devenir en técnica de exploración del inconsciente colectivo– equiparar el discurso oficial con un procedimiento que entre sus cultores tuvo a Robert Desnos, Tristan Tzara y André Breton. Deshonraríamos, asimismo, a Mary Shelley si nos atreviésemos a comparar la colcha de retazos rojos con la creatura de su alegoría de Prometeo, el Dr. Victor Frankenstein. No, la palabrería castro-chavista y falsamente bolivariana se sitúa en las antípodas de las artes en general y de la literatura en particular, entre otras cosas, por una –y aquí la adjetivación es inevitable– abominable falta de consistencia teórica que condujo el expolio indiscriminado de ideas, sin importar la naturaleza política de las fuentes; una piratería ideológica, capitaneada por un filibustero sin escrúpulos que, en su catequesis dominical, prescribía mixturas conceptuales para la resignación, elaboradas a partir de los evangelios, algún pasaje de Venezuela heroica e ineludibles especies con aroma fascista; una receta exitosa mientras hubo cobres para subsidiar la paciencia. «Ser rico es malo», sentenció Hugo con falaz argumentación basada en la autoridad apostólica: «Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios» (sic, Marcos 10:25).

La glorificación de la pobreza es para el socialismo del siglo XXI un objetivo estratégico –sin pobres el chavismo es un despropósito–; mas no deja de llamar la atención que, desde una postura presuntamente progresista, el comandante eterno concuerde con el reaccionario Benito Mussolini, «Un pueblo tiene que ser pobre para poder ser orgulloso». Curioso, ¿no? Y es que los extremos de que se juntan… ¡se juntan! Veamos: «Nosotros somos socialistas, somos enemigos del sistema capitalista actual porque explota al que es débil desde el punto de vista económico, con sus salarios desiguales, con su evaluación indecente de un ser humano según tenga riqueza o no la tenga, en vez de evaluar la responsabilidad y la actuación de la persona y estamos decididos a destruir este sistema capitalista en todos sus aspectos». No salieron estas palabras de la pluma ni del buche de un exaltado chavista. Las parió la mollera de Adolf Hitler. Saque usted la cuenta, amigo lector.

No recuerdo qué propagandista ruso, acaso el mismo Lenin, dijo que si uno caminaba decididamente hacia el norte terminaría en el sur. Metaforizaba así el indefectible sino derechista del izquierdismo extremo. Una transfiguración de la que somos testigos involuntarios, en tanto víctimas de la represión a tiempo completo practicada por un régimen junta cadáveres, cuyo sangriento saldo se incrementa a diario; no son, empero, las calles las únicas trincheras donde marxistas conversos apelan al escarmiento fascista: en el foro, venales jueces aquiescentes asumen, ¡ay, José Tadeo!, que la Constitución sirve para todo, incluso para ser violada. Y, a falta de un Carl Schmitt, se consuelan con el engominado y mofletudo letrado del perrito. ¿Sexista? ¿Misógino? Sí y también… ¡falangista! De Franco aprendió que la mujer debe facilitar la vida del hombre. En la cocina y en la cama. De allí que su mayor contribución al ideario chavista haya sido su vejatoria reducción de la hembra a objeto del desfogue: ¡Te voy a dar lo tuyo, Marisabel!

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