Klaus Schwab, el fundador del Foro Económico Mundial, afirma que estamos al comienzo de la cuarta revolución industrial. Lo explica así: “La primera revolución industrial usó el agua y el vapor para mecanizar la producción. La segunda utilizó energía eléctrica para crear la producción en masa. La tercera utilizó electrónica y tecnología de la información para automatizar la producción. Ahora, una cuarta revolución industrial se basa en la tercera, la revolución digital que se está produciendo desde mediados del siglo pasado. Se caracteriza por una fusión de tecnologías que está borrando las líneas entre las esferas físicas, digitales y biológicas”.

En su libro de 1992, El fin de la historia y el último hombre, Francis Fukuyama, desarrollando un argumento que vincula el desarrollo económico con la democracia liberal, afirma que la industrialización exitosa produce sociedades de clase media y que las sociedades de clase media exigen participación política e igualdad de derechos.

Las sociedades de clase media surgen como resultado de la educación universal. El vínculo entre educación y democracia liberal se ha observado con frecuencia, y parece ser de suma importancia. Las sociedades industriales requieren un gran número de trabajadores, gerentes, técnicos e intelectuales altamente capacitados y educados; por lo tanto, incluso el Estado más dictatorial no puede evitar la necesidad tanto de la educación masiva como del acceso abierto a la educación superior y especializada si quiere avanzar. Tales sociedades no pueden existir sin un sistema educativo grande y especializado. De hecho, en el mundo desarrollado, la condición social está determinada en gran medida por el nivel de logro educativo de cada uno.

Sigue Fukuyama, el efecto de la educación en las actitudes políticas es complicado, pero hay razones para pensar que al menos crea las condiciones para la sociedad democrática. El objetivo autoproclamado de la educación moderna es “liberar” a las personas de los prejuicios y las formas tradicionales de autoridad. Se dice que las personas educadas no obedecen la autoridad a ciegas, sino que aprenden a pensar por sí mismas. Incluso si esto no ocurre de forma masiva, las personas aprenden a ver su propio interés más claramente y en un horizonte temporal más largo.

La educación también hace que las personas demanden más de sí mismas y para sí mismas; en otras palabras, adquieren un cierto sentido de dignidad que desean que sus conciudadanos y el Estado respeten. En una sociedad campesina tradicional es posible que un comisario socialista local reclute campesinos para matar a otros campesinos y apoderarse de sus tierras. Lo hacen no porque les interese la tierra, sino porque están acostumbrados a obedecer a la autoridad. Los profesionales urbanos en los países desarrollados, por otro lado, pueden ser reclutados para una gran cantidad de causas ingenuas como las dietas líquidas y las carreras de maratón, pero tienden a no ser voluntarios para ejércitos privados (mercenarios) o escuadrones de la muerte simplemente porque alguien con uniforme les dice que lo hagan.

Una variación del anterior argumento mantendría que la elite técnico-científica requerida para dirigir las economías industriales modernas eventualmente exigiría una mayor liberalización política, porque la investigación científica solo puede prosperar en una atmósfera de libertad y el intercambio abierto de ideas. Este argumento puede extenderse al ámbito político: el avance científico depende no solo de la libertad para la investigación científica, sino también de una sociedad y un sistema político abiertos al debate y a la libre participación.

De acuerdo con el Informe Latinobarómetro 2017 en su aparte II.1.1, titulado “La paradoja de Venezuela”, en Venezuela 7% de la población se autoclasifica como clase alta (versus 9% en Latinoamérica); 34% se autoclasifica como clase media (versus 42% en Latinoamérica), y 58% se autoclasifica como clase baja (versus 45% en Latinoamérica). En palabras más llanas, 60% de la población venezolana se siente clase baja.

Entonces, el socialismo del siglo XXI ha sido exitoso en dos únicos aspectos. Uno es la destrucción de la economía y el empobrecimiento de su sociedad, elemento fundamental que lo conduce a su segundo y único éxito relevante: la preservación del poder.

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