Juan Guaidó, presidente proclamado por los sectores decentes del país, esto es, por el grueso de la sociedad venezolana cuyos valores y proceder son diametralmente opuestos a los de los viles miembros de la dictatorial cúpula chavista y a los de sus abyectos colaboradores –internos y externos–, hizo en minutos lo que a los autoproclamados «expertos» en política y –sempiternas (!)– luchas democráticas, simplemente, no les dio la gana de hacer durante un tiempo tan largo que, a la fecha, se cuentan en millones las víctimas que semejante omisión contribuyó a producir y que incluyen a los fallecidos a consecuencia del hambre, la escasez de medicamentos y servicios de salud de buena calidad, la inseguridad y la brutal represión del régimen, a los niños y adolescentes con permanentes daños cognitivos y de otra índole por una prolongada malnutrición, a quienes han tenido que reducir toda su vida a retazos ajustables a las dimensiones de una pequeña maleta para emprender la desesperada búsqueda de mejores condiciones de vida y oportunidades en otras naciones –a menudo poco hospitalarias– y, en general, a la ciudadanía a la que la maldición socialista/comunista ha privado de todo bienestar.

No obstante, si bien el acierto y la valentía del presidente encargado Guaidó han hecho más patente que nunca el cúmulo de los previos errores de aquellos, estos cruciales momentos, sin que ello implique la pérdida del sentido de lo correcto y de lo justo, exigen la generalizada adopción de un pragmatismo que posibilite la consecución y mantenimiento, en el seno de la hoy oposición, de la cohesión que en las semanas y meses por venir se requerirá no solo para que sea por fin extirpada la tiranía del gravemente enfermo cuerpo de la república, sino para que el ya anunciado período de transición se convierta, en efecto, en el venturoso inicio de su total recuperación, lo que no sería poca cosa si se toma en cuenta que en esa primera etapa de sanación habrá que afrontar el enorme problema que representa la existencia en el país de numerosos grupos delincuenciales bien organizados y con conexiones globales cuyos intereses económicos, de gran cuantía, se verían afectados sobremanera en una Venezuela democrática, con sólidas instituciones éticas y plenamente integrada al mundo libre.

Tal pragmatismo, de hecho, debe ser asumido como algo más que un elemento coyuntural y pasar a formar parte, como uno de sus pilares, de una nueva idiosincrasia nacional despojada de la inicua ingenuidad que tanto mal le ha ocasionado al país a lo largo de su historia; una historia, por cierto, que en el imaginario colectivo de los venezolanos fue hasta hace muy poco distorsionada por una suerte de ancestral mitología patria, forjada por la nociva mezcla de esa ingenuidad y de un egocentrismo sin par, que a todas las generaciones republicanas precedentes –y hasta cierto punto a la actual– hizo creer que aquel espejismo de la Venezuela imprescindible e idolatrada por los demás pueblos del orbe, y virtual centro del infinito universo, era una tangible realidad.

El que en este instante, verbigracia, una parte de los esfuerzos del mundo democrático estén dirigidos al debilitamiento de la dictadura chavista, con miras a su pronta erradicación, no tiene nada que ver con algo siquiera parecido al amor por la sociedad venezolana, sino, entre otras cosas, con el contundente mensaje que se quiere enviar a la mafia socialista/comunista internacional que en los últimos años ha logrado expandir e infiltrar sus criminales tentáculos en importantes regiones del planeta, causando en ellas multitud de problemas. Y en este punto la pregunta es obvia: ¿deberían importar los motivos que subyacen tras la ayuda que ahora mismo están brindando numerosas naciones a esa sociedad estrangulada por aquellos tentáculos? Cualquier persona –o pueblo– con un alto grado de madurez y pragmatismo respondería que no.

¿Debería importar que Donald Trump haya enarbolado como una de sus banderas la liberación de Venezuela para mejorar sus posibilidades de reelección? No. ¿Debería importar que Pedro Sánchez haya reconocido a Juan Guaidó como presidente encargado del país por fuertes presiones en el suyo y no por solidaridad? Tampoco. ¿Y debería importar acaso que cualquier nación del planeta desee contribuir al restablecimiento de la democracia y de un absoluto Estado de Derecho en esta por la perspectiva de lucro derivada de futuros negocios lícitos? Menos aún.

Una frase ya trillada, por tanto que algunos la han repetido en años recientes, cobra hoy particular pertinencia y resume lo anterior: no es amistad sino múltiples intereses lo que une a los países –y lo mismo vale en lo que a buena parte de las relaciones sociales dentro de estos respecta–.

Si de una vez no se entiende ello en Venezuela, la transición hacia esa democracia y absoluto Estado de Derecho, y su ulterior desarrollo, se convertirán en perpetuas aspiraciones insatisfechas. Y lo serán además si tampoco se abandona el pensamiento infantil que ha predominado en el análisis político y en el propio acometimiento de la lucha por la libertad en esta pequeña porción de tierra, y que ha elevado una sarta de estupideces a la categoría de «verdades» inconcusas –defendidas por «expertos» politólogos y otras «autoridades»–, entre las que resalta la absurda idea de que algo de lo arriba mencionado puede lograrse sin la ayuda del grueso del estamento militar y sin la acción de millones de venezolanos civiles decididos a pasarle –pacíficamente– por encima –y reducir a polvo cósmico– al tinglado dictatorial.

Para la definitiva salida de la crisis –y la transformación de Venezuela en una nación verdaderamente desarrollada– es entonces menester una claridad de pensamiento que vaya dando forma a aquella nueva idiosincrasia; una claridad por conducto de la cual se erijan en norma el pragmatismo –con sentido de lo correcto y de lo justo–, la actuación inteligente –y no visceral– y la constante anticipación.

A propósito de esto último, nada puede haber más inconveniente en momentos como este que la actuación reactiva. No se puede perder de vista que el enemigo que se está enfrentando es una maldad y demencia, sin precedentes en la región, de la que hay que esperar lo peor, por lo que no se debe dejar margen de maniobra al régimen chavista ni esperar una avalancha de críticas para la toma de importantes decisiones. Por ejemplo –y valga esto como humilde observación–, ¿dónde están la estructura provisional de gobierno y el nuevo alto mando militar que tienen que fungir como factores catalizadores de la materialización de la tan anhelada transición?

@MiguelCardozoM


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