Decir que la perversidad en la sistemática violación de los derechos humanos en Venezuela ha alcanzado niveles jamás registrados en la larga historia republicana del país, e incluso de la región entera, es tan redundante por la frecuencia y magnitud de tales crímenes que, de manera un tanto similar, podría estimarse vanamente reiterativo lo que a estas alturas es ya una exhortación rayana en súplica por la persistente falta de la única respuesta admisible, esto es, la de la decidida acción ciudadana, de índole emancipadora, distinta a aquella ambigua pseudolucha influida por la mala política, o más bien, por la errónea visión de los malos políticos —convertidos luego de veinte años de pusilanimidad en legión— que de forma consciente e irresponsable la minaron en los no pocos momentos en los que la sociedad venezolana, con un poderoso músculo construido a costa de enormes y dolorosísimos sacrificios, estuvo muy cerca de asestarle el mortal golpe al mismo régimen cuya permanencia en el poder puede medirse hoy en decenas y hasta cientos de muertes por día.

Pero que nadie se engañe. El que tal reiteración parezca vana no implica que en efecto lo sea, por cuanto si antes urgía esa acción ciudadana, ahora es un auténtico imperativo que no puede ser tergiversado por conducto de las falsas nociones de paz que solo le han servido a algunos para disimular su carencia —casi física— de lo que a otros, de la estatura de María Corina Machado, Leopoldo López y tantos más, les sobra en espíritu.

Por supuesto que sí debe tratarse de una acción guiada por la innegable vocación pacífica del pueblo venezolano. Lo que no puede ocurrir es que esto termine confundiéndose, como otras veces en el reciente pasado, con una dinámica en la que se consienta la observancia de reglas impuestas por criminales para “evitar” cualquier mal.

El mayor de los males, en todo caso, es el prolongado holocausto del que es ostentosamente responsable aquel régimen dictatorial, tanto por sus prácticas represoras como por la descomunal crisis económica que ha ocasionado y que no deja de sorprender al mundo por la gravedad de sus consecuencias —sobre todo en términos de hambruna y enfermedades— en una nación cuyos ingresos, desde el ascenso del chavismo al poder hasta la fecha, suman más de dos millones de millones de dólares estadounidenses.

Así que sí, no solo debe elevarse con cada vez más fuerza la voz ante las violaciones de los derechos humanos que tan nefasto régimen perpetre, como la representada, verbigracia, por el encarcelamiento y —pública, notoria y comunicacional— tortura al diputado Juan Requesens, sino que, por reiterativo que a algunos resulte, debe seguir insistiéndose también en la necesidad de una resurrección de la ciudadanía venezolana, o de modo más concreto, de ese olvidado sentido de ciudadanía capaz de vencer lo que de invencible únicamente tiene la apariencia.

Las últimas de las legítimas instituciones nacionales que aún sobreviven, como el máximo órgano judicial que con el absoluto respaldo de la comunidad democrática internacional, y obligado por las circunstancias, está ahora mismo cumpliendo a cabalidad con sus funciones en el exilio, han proporcionado un renovado y propicio marco para ello, por lo es deber ineludible asegurarse de que este no se transforme para el país en otra costosa oportunidad perdida.

Que la ciudadanía sea el arma que lo asegure.

@MiguelCardozoM


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