Si la democratización de Alemania, luego de su derrota en la Segunda Guerra Mundial, hubiera quedado entregada a su libre albedrío, jamás se hubiera liberado del nazismo. De hecho, en donde quedó entregada a la voluntad de la Unión Soviética, precisamente en el sector del antiguo territorio que quedara sujeto a las fuerzas invasoras del Ejército Rojo, se asentó una dictadura tanto o más cruenta y despiadada que la del mismo Tercer Reich. ¿Qué interés podrían tener las tropas de Stalin en devolverle el poder político al pueblo alemán, absolutamente esquilmado, desgastado y envilecido por la prédica de 13 años de nacional socialismo?

Esa democratización fue impuesta en la Alemania Occidental por los aliados. Forjada por los aliados. Consolidada por los aliados. Controlada por los aliados. Como por lo demás, la democratización que sucedió al final de la dictadura de Augusto Pinochet fuera cautelada por las fuerzas armadas bajo su mando, con absoluta prescindencia de las fuerzas marxistas, que vinieron a levantar cabeza 30 años después, luego de la consolidación de la Concertación Democrática.

No es distinto el caso de Venezuela. Para extirpar de raíz al castrocomunismo militarista y caudillista implantado a sangre y fuego en el cuerpo venezolano durante los últimos 25 años, se requieren fuerzas externas a un organismo que se envició en la tiranía y se acomodó a sobrevivir alojada en su seno. Cabe aplicarle a la perfección la observación de Simone de Beauvoir, quien afirmó que ninguna dictadura alcanzaría el poder de sometimiento que impone si no encuentra la disposición a verse sometida de gran parte de la población. Es esa quinta columna anónima y hasta inconsciente que acepta retroceder a los orígenes de su barbarie la que estructura y le da osamenta a la tiranía. Perfectamente expresada por esa quinta columna activa e influyente, que desde la acera opositora establece vínculos secretos o entendimientos y acomodos subrepticios para convivir con el terror bajo el alero dictatorial.

De allí las profundas diferencias entre este y el otro 23 de enero. El primero comenzó por fracturar a las Fuerzas Armadas y desalojar del poder al dictador. Contó con fuerzas políticas decididas a luchar a muerte contra el perezjimenismo, a sacarlo de sus madrigueras, enjuiciarlo y llevarlo a la cárcel. Sin titubear ni un segundo en iniciar la transición que se prolongó durante un año y culminó en la elección de Rómulo Betancourt, para restañar las heridas y refundar la República. Por cierto, sobre las saneadas bases económicas y sociales legadas por aquella dictadura.

Este 23 de enero no ha tocado a las Fuerzas Armadas, ha mantenido incólume el resquebrajado poder de la tiranía, no ha terminado por asentar un nuevo sistema de gobierno y ni siquiera ha osado desalojar al tirano del palacio presidencial. Ha aceptado una vil forma de connivencia, tolerada e incluso promovida por los sectores políticos dominantes en la Asamblea Nacional, que apuestan, es nuestra percepción, a la integración de lo que he llamado “la sexta república”, un híbrido monstruoso de cuarta y quinta república.

Cunde la certeza de que los partidos dominantes en la Asamblea Nacional no están satisfechos del paso dado por su presidente al aceptar, finalmente y luego de un largo trecho de titubeos, juramentarse como presidente interino de la República. Y se acrecienta la percepción de que quisieran comenzar por acortarle su período de gobierno y sacarlo del camino mediante la interesada manipulación del 233. Leguleyerías y tinterilladas que dejan intocado el problema de fondo: la necesidad urgente e imperiosa de desalojar del poder al tirano, poner en su sitio a las Fuerzas Armadas, destituir a Vladimir Padrino y a todo su alto mando, así como a todo el cuerpo ejecutivo, destituir a todo el cuerpo diplomático, nombrar un canciller, definir al equipo económico encargado de la reconstrucción y comenzar a ejercer el poder asumiendo la soberanía de la República.

Ni siquiera se observa el respaldo pleno y absoluto de Leopoldo López a su pupilo Juan Guaidó, como cabría esperar, ni muchísimo menos la promulgación de una amnistía que termine poniéndolo en libertad a él, en primer lugar, y a todos nuestros presos políticos;  rehabilite a todos los inhabilitados y permita el regreso a la patria de todos nuestros políticos exiliados. En el colmo de la aceptación de este obsceno estado de cohabitación y concupiscencia, en vez de asumir el control de nuestro sistema exterior, la Asamblea Nacional ha decidido nombrar a sus paniaguados, familiares y amigotes que han huido del país, se han sumado a la estampida o se han acomodado a la vida sin restricciones de otras sociedades para que representen a este cuasi gobierno en el exterior. Así, quienes menos derecho tendrían de ser embajadores de la Venezuela liberada se ven gratificados con el estatus especial de la diplomacia.

Temo por el desgaste de nuestras fuerzas y el agotamiento de la buena voluntad internacional. Temo por nuestros cien años de soledad.


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