Era el fin de la primera década de este siglo y Argentina conocía malos momentos. Una atroz sequía había penalizado muy duramente al agro –la peor en medio siglo– lo que para un país de definida vocación agropecuaria constituía un verdadero quebradero de cabeza. El gobierno capitalizaba en su disfavor una larga y sostenida inflación y estaba a punto de enfrentar una situación de incapacidad de pago de sus obligaciones internacionales, lo que se anunciaba como una gran catástrofe para el gobierno.

Ese fue el momento seleccionado por la alta jerarquía China para proponerle a los altos mandos de Cristina Kirchner emprender conjuntamente un proyecto de mucha envergadura con ingentes beneficios para cada una de las partes.

El país del Sur que por tradición e interés propio había estado siempre atento al devenir chino y seguido con cuidado el norte que marca su brújula, recibió con beneplácito la singular oferta y se iniciaron conversaciones en las que oficiales del gobierno de Hu Jintao y contrapartes argentinos debatieron y acordaron la instalación en la Patagonia de un centro chino de observación espacial. Todo ello fue armado de espaldas a muchos en el país sureño y muy sigilosamente de cara al mundo.

No fueron pocas las cosas que el gobierno de la tercera potencia mundial ofreció a los argentinos a cambio de una posición proclive al magno emprendimiento: inversiones ferroviarias de gran calado y otras en infraestructura de mucha trascendencia para su economía, ayuda monetaria para la estabilización de la moneda argentina que sobrepasaban los 10.000 millones de dólares, apoyo en la reclamación argentina sobre las Islas Malvinas y otras ventajas unilaterales que convertían a Argentina en un socio preferido, junto con Venezuela, dentro de la geografía suramericana.

Tres años más tarde, ya bajo la presidencia de Xi Jinping, Kirchner firmó con su homólogo un acuerdo en el que cedía a China, durante medio siglo, su soberanía sobre una vasta extensión de terreno en la provincia de Neuquén, alejada de los centros poblados de la zona, sin que mediara el pago de una renta, para que allí fuera instalado un centro de observación espacial.

El asunto fue altamente polémico en su momento, pero la fortaleza de Cristina en el poder consiguió terminar con las críticas suscitadas por la construcción de las instalaciones. La base comenzó a ser construida según la premisa de que ella permitiría al país asiático incursionar en viajes a la estratosfera que le haría accesible el lado no visible de la Luna. Esta base es hoy visible desde muchos kilómetros a la distancia.

La edición española de The New York Times trajo, hace pocos días, un interesante relato sobre la importancia que esta base tiene como demostración fehaciente de la incisiva presencia china en nuestro continente, y de otras formas curiosas y originales que su penetración reviste en ocasiones. Un momento de debilidad es escogido, dentro de la administración de un país con un gobierno proclive a compartir la filosofía del gobierno comunista de Pekín, para “impulsarlo” a colaborar en el desarrollo de un proyecto chino, a cambio de una cooperación significativa en áreas que ayudan al débil a sacar sus castañas del fuego.

Mientras tanto, una base como la que hoy ya está en operación en suelo patagónico está siendo protagonista de usos imposibles de controlar por Argentina, al tiempo que facilita la gravitación de la potencia china en el mundo de las operaciones y comunicaciones espaciales.


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