Pronto a cumplirse doscientos años de su muerte, cuando Venezuela aún no sabe si lo recordará bajo el yugo de su peor tiranía, el pronóstico benevolente del Libertador sobre Chile se cumple al pie de la letra: es la república más honorable y próspera de la región.                                  Debiera servir de ejemplo conminatorio

Carlos Andrés Pérez, víctima propiciatoria de un acto de  rencor y venganza verdaderamente ominoso, que formó parte del naufragio al que nos empujaron las élites de la mal  llamada cuarta república: defenestrado, encarcelado, juzgado y condenado con el concurso de todas las fuerzas y partidos políticos, incluido el suyo, para ir a morir odiado y desterrado lejos de Venezuela, no fue el primero y muy seguramente no será el último de los políticos fallecidos lejos de su patria en medio del repudio universal o la ingratitud del pueblo que en sus momentos de gloria los aclamaran como héroes nacionales. Abundan en la historia de Venezuela, comenzando con Simón Bolívar, siguiendo con Páez, Antonio Guzmán Blanco, Cipriano Castro, Marcos Pérez Jiménez, Rómulo Betancourt y el mismo Carlos Andrés Pérez. No sufrieron la desdicha del destierro quienes murieron en sus lechos, pero prácticamente sin excepción, todos los líderes políticos venezolanos han muerto sin contar con el aprecio de su pueblo. La gloria política, es, en Venezuela, caprichosa, veleidosa, efímera y traicionera. Dura lo que dura el control del poder. Incluso menos. Y se extingue en cuanto se asoma el ocaso en el horizonte. La condena que termina por desterrarlos, en cambio, tiene vocación de perpetuidad. Es tenaz, cruenta y encarnizada. El pueblo llano, como lo señalara en un lacerante escrito Mario Briceño Iragorry, Mensaje sin destino, ha carecido de conciencia histórica. Ha sido y sigue siendo carne de cañón, una hoja en blanco. Esa es una de nuestras principales tragedias: la amnesia.

Miranda y Bolívar, los padres fundadores, murieron lejos, olvidados y malqueridos. Si bien Miranda, de paso fugaz, controversial y polémico, jamás disfrutó de las simpatías, incluso de la veneración que, en vida, se le dispensara a quien lo traicionó, lo aprehendió, pretendió fusilarlo y terminó por entregarlo a Monteverde: el coronel de su más íntima confianza, Simón Bolívar. Un acto indigno y altamente reprobable que yace, irresuelto, en el trasfondo de nuestra conciencia colectiva. Pero ambos casos son igualmente emblemáticos, pues dejan ver la característica relación de amor-odio que en Venezuela suele indisponer a las élites con sus caudillos, una vez que dejan de serles útiles. Y a sus caudillos, enemistados entre sí hasta la muerte.

Valgan los días finales de Miranda, previos a su decisión de abandonar el campo de batalla ante Monteverde, firmar la capitulación, dejar Venezuela y ser aprehendido por el grupo de sus oficiales comandados por Simón Bolívar. Uno de sus más cercanos colaboradores, el abogado caraqueño Manuel José Sanz, le hace ver en sus cartas del 10, 11, 12 y 13 de junio de 1812, mientras se preparaba a negociar la capitulación con Monteverde, el comportamiento del liderazgo rebelde frente a su persona: “Ayer presentaron a la cámara el proyecto de la ley marcial y a pesar de mis discursos y esfuerzos, se prolongaron las discusiones y debates hasta las ocho de la noche que pasó con varias cortapisas. No repugno que las cosas, en especial tan importantes, se discutan, porque eso conviene para manifestar su justicia, conveniencia y utilidad; lo que me incomoda es el espíritu de rabia, envidia, y seducción con que se tratan, infundiendo groseras desconfianzas y bastardas sospechas para impedir el bien general y deprimir y hacer odiosos a los hombres de bien. ¿Cuándo amigo mío, sacrificaremos nuestras pasiones a la patria? ¿Cuándo detestaremos el chisme y la calumnia? ¿Cuándo reinará la verdad en nuestros corazones? ¿Será posible que sea necesario emplear la fuerza, cuando solo debe obrar la razón?… Este es el origen de los males de esta pobre ciudad: nada se reflexiona imparcialmente: no se busca la razón y solo se empeñan los discursos para infundir desconfianzas, y comunicar al pueblo la malignidad que nos devora interiormente. No hay examen, sino prevención: no hay deseo de acertar, sino de triunfar en nuestros caprichos…”. El 14 de junio, Sanz vuelve a insistir ante Miranda sobre lo incómodo y despreciable de la situación: “Estamos en un choque peligrosísimo en que entran varios por un particular interés cubierto con la capa del común y favorecido enredo, la impostura y la calumnia. Muchas son las autoridades que quieren sostenerse y si esto no se aclara pronto y decisivamente sin dejar cortapisas, la tempestad soltará rayos y centellas que destruirán indistintamente a hombres de bien y a pícaros”. El chisme, la habladuría mendaz, la calumnia y la cobardía aviesa, facilitados ahora por el anonimato de la red, siguen anidados, dos siglos después, en los entresijos del laberinto psicopatológico de nuestra incontinencia.  Política. 

Bolívar, que murió en Santa Marta, Colombia, atribulado por la ingratitud, la indiferencia, la malquerencia de sus conciudadanos y el odio de Páez y Santander, presagiando la malversación de sus logros y la infamia con que serían secuestradas sus conquistas, no apostó un centavo al futuro de la América española. Como lo manifestara en ese documento testamentario llamado “Una mirada sobre la América española”, en el que describe el horror en que han derivado los procesos independentistas en las distintas repúblicas americanas. Muchísimo menos a la senda de atropellos y abusos de poder que previó cumplirse en su país natal. Y en una insólita visión anticipatoria, luego de describir el apocalíptico panorama que veía cundir a su alrededor, se atrevió a pronosticar lo siguiente:

“El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de la Europa y del Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en sus opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre”.


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