Después de su debacle el Diablo aprendió, entre otras cosas, a no dar nada a cambio de nada. Así reza al menos la creencia popular, una de tantas, y así también lo constató el infausto Doctor Fausto, ese personaje de leyenda que colmó sus ambiciones a cambio de su condena eterna, cortesía de Mefistófeles, “ángel rebelado”, diablete subalterno del Príncipe de las Tinieblas.

Igual que en el mito fáustico, quienes pactan con la perversidad en cualquiera de sus formas –a conciencia o sin discernimiento, da igual– se enfrentan en algún momento a la letra pequeña de sus contratos. Llámese Mefisto, cártel, mafia, dictadura o un híbrido de todos, el acreedor de sus almas tiene mil y una formas de reclamar el pago de la deuda, cuando quiera, “como sea”.Suele ser muy tarde cuando aquellos proxenetas de su propio espíritu descubren que se embarcaron en un viaje sin retorno.

Es lo que le ocurrió a Hendrik Höfgen, personaje protagónico de Mephisto, la clásica película de István Szabó. Inspirado en el genial actor alemán Gustaf Gründgens, en la Alemania que incuba el huevo de la serpiente hitleriana, el Höfgen de la ficción sueña con un estrellato a la altura de su talento y de suego mientras arrastra sus frustraciones por teatros de provincia, haciendo papelitos en el cine y a veces también cantando y bailando. Cuando el partido Nacional Socialista gana las elecciones que lo lleva al poder, la esposa de Höfgen, sus amigos y los principales artistas dramáticos alemanes abandonan el país o protestan contra el nuevo régimen, pero él se deja seducir por la oferta de los nazis de perdonarle su pasado bolchevique y convertirlo en una estrella.

El actor triunfa en los escenarios, es aclamado por su interpretación de Mefistófeles (del Fausto de Goethe) y acepta dirigir el Teatro Nacional mientras la brutalidad del nazismo avanza a ritmo de Panzer. Höfgen desdeña alegremente el compromiso moral de la situación mientras su ego y su fortuna se inflan bajo las marquesinas. El sueño del actor de coronarse como el mejor intérprete de Mefisto se concreta –cruda ironía– cuando se vende él mismo a la dictadura, solo para darse cuenta, demasiado tarde, de que no está haciendo en su vida el papel de Mefisto sino el de Fausto. Es Hermann Göring, su protector, encarnación del horror nazi, el verdadero Mefistófeles de la historia.

La humanidad ha vivido siempre rodeada de “tristes Faustos” (afortunado oxímoron), siempre agazapados a la espera de coronar una ambición, y     cualquier oportunidad es buena para enterrar los escrúpulos. En el caso de los artistas no siempre se tiene, desde luego, la genialidad de un Hendrik Höfgen, aunque sí sobra el ego, acentuado sobre todo en la era del espectáculo y la narcótica ovación de las multitudes. Sería casi un contrasentido imaginar a estos artistas sin ego, pero ese ego se puede endosar, sobre todo si no hay de por medio mucho talento que se diga: a cambio de prebendas, más de uno subordina su propia integridad, vende su “imagen” y pasa a gratificar el ego del poder, a congraciarse y ensalzar al tirano de turno. Todo rastro de ambición artística cede entonces ante el culto a la personalidad de un líder déspota.

A Hendrik Höfgen le ofrecieron gloria, dinero y la dirección del Teatro Nacional Alemán; en otro contexto y otro tiempo puede ser otra cosa, un canal de televisión, una fundación, salas de espectáculos, conciertos, películas. O puede también la mano del poder, el Mefisto que hoy seduce y mañana cobra, ofrecer –¿exigir?– una diputación o cualquier otro papel de reparto en la política oficial. Que un artista –actor, cantante, animador– incursione en estos escenarios, a fin de cuentas, es coherente: el histrionismo es consustancial a la política. El Eterno Traidor de Sabaneta posando exultante, rutilante superstar, al lado de Oliver Stone en la alfombra roja del Festival de Venecia, como antesala de un film sobre sí mismo, debe de ser, antes que política pop, uno de los instantes universales más acabados de esa simbiosis.

La batalla que hoy libran por las redes sociales los artistas de este derruido teatro que somos, frontal y descarnada, unos por la restauración republicana y otros por el legado del führer criollo, vuelve a poner sobre la mesa una cuestión crucial: el sentido de compromiso con la libertad individual por oposición a la servidumbre de los arlequines. Estos últimos dirán, sin que nadie les crea, que no tienen yugos, que hay genuina convicción en ellos, compromiso con una “causa”; nada los exonera del juicio de la historia habiendo alcanzado esa “causa” cotas tan altas de horror criminal.

Un poeta iluminado como Armando Rojas Guardia reflexiona sobre el tema en sus Diarios y recala en el Mephisto de István Szabó. Aun quienes creyeron de buena fe, nos dice, en la causa (se refiere en principio al nacionalsocialismo), deben deslindar a tiempo y con lucidez los niveles en los que opera. “Si no –advierte–, uno se transforma, como el personaje de Mephisto, ni más ni menos que en un cómplice. Se trata de optar ‘con los ojos abiertos’, movilizado desde adentro por una ardiente conciencia crítica, hasta convertir al dubitativo Hamlet que uno encierra al fondo de sí mismo en un decidido actor de la historia”.

Vista la nula “conciencia crítica” del Fausto degenerado en Arlequín, servidor de un mefistofélico tirano, no cabe esperar que se transfigure en un arrojado Hamlet, siendo él mismo componente activo de la podredumbre. Tampoco puede hacerlo, comprometido como está con su propia decadencia. Para esta troupe sombría ya no hay punto de retorno. Otros serán los actores de la historia que se ganen los aplausos.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!