“Este relato es solo producto de la imaginación y de mi preocupación por Venezuela. Cualquier semejanza en los nombres, situaciones o personajes es solo coincidencia”. (“Chavezuela I”, diario Panorama, 16 de julio de 1999)

Después de haber estado más de dos años preso en  la sede del Sebin en La Tumba, una celda de 2×3 metros, sin ventanas, ni baños, cinco pisos bajo tierra, con aire acondicionado con temperatura bajo cero, sin luz y sin aire natural; JM fue puesto en libertad, con régimen de presentación. Había participado en las protestas en contra de Maduro, iniciadas en abril de 2017, donde hubo más de 170 estudiantes asesinados por los organismos de seguridad y grupos paramilitares del gobierno. Golpeado, torturado y apartado de su familia, que había solicitado asilo político en Montreal, Canadá, se encontraba agotado, vencido y sin esperanzas de ver retornar la democracia a su país.

Todo comenzó en 1999 cuando Hugo Chávez, una persona resentida, con una mentalidad maligna y sin principios republicanos, fue electo presidente. Con desprecio y burla, se juramentó ante el Congreso Nacional y sobre una Constitución moribunda. Aprobó una Asamblea Constituyente servil a sus pretensiones totalitarias, que eliminó el Congreso, la Corte Suprema de Justicia y redactó una Constitución a su medida. Se apoderó de todas las instituciones, controlando la administración pública apoyado por el ejército cubano de los hermanos Castro, quienes lograron su sueño de invadir a Venezuela y apoderarse de sus recursos petroleros.

Después de la muerte de Chávez y la pérdida de las elecciones parlamentarias de 2015,  Maduro aplicó férreamente el Plan de la Patria, con el objetivo de dominar física, moral e intelectualmente a los venezolanos. Miles de empresas fueron expropiadas, comercios arruinados y haciendas invadidas. Pdvsa fue saqueada y quebrada, sus pozos cerrados y las refinerías paralizadas. Atacó a la clase media, a los profesionales, intelectuales, comerciantes y universitarios, empobreciéndolos para hacerlos dependientes del gobierno, sus dádivas y empleos. En el país solo quedaría una clase dominante, constituida por los jerarcas del régimen y los militares; y una clase dominada formada por la plebe y el populacho. Desde hacía varios años los partidos políticos habían sido declarados fuera de la ley, igual que las uniones de trabajadores y cerradas las universidades. La Iglesia y todas las religiones fueron proscritas. Con la electricidad racionada, sin medicinas, sin efectivo y sin alimentos, el pueblo tenía que trabajar doce horas diarias siete días a la semana para poder sobrevivir.

Durante veinte años la clase media fue sistemáticamente hostigada, acorralada, amenazada y, finalmente, condenada al exterminio. Había virtualmente desaparecido. Millones de venezolanos tuvieron que emigrar buscando una mejor calidad de vida, huyendo de la inseguridad, de la crisis económica y buscando la libertad. Venezuela se había convertido en una nación triste, indigna, brutal, sin esperanzas, gobernada por seres malignos. Había caído en la degradación de la esclavitud y la docilidad. El ministro Héctor Rodríguez repetía una y otra vez la respuesta de Jorge Giordani a Guaicaipuro Lameda: “Tenemos que mantener al pueblo con esperanzas. No es que vamos a sacar a la gente de la pobreza, para llevarlos a la clase media y que luego aspiren a ser escuálidos”.

Las fuerzas democráticas opositoras habían hecho de todo para rescatar la democracia: activaron las calles, lucharon en la Asamblea Nacional, pidieron ayuda diplomática, declararon emergencia humanitaria, exigieron presión internacional, solicitaron intervención militar y sanciones, demandaron la legítima intervención de la Fuerza Armada y hasta conspiraron. Pero el régimen se mantenía en el poder apoyado por los militares y el narcotráfico; aunque en los últimos tiempos ayudaba la presión internacional en la OEA, la ONU, la UE y el Grupo de Río, y las naciones democráticas del mundo se habían organizado para rescatar la democracia en Venezuela.

JM era un ser anónimo, obligado a sobrevivir en una Caracas ruinosa, insegura, dominada por bandas de colectivos paramilitares atracadores, apoyados por el régimen. Una ciudad casi a oscuras y totalmente silenciosa a las 8:00 pm, una hora ilegal para el tránsito de vehículos particulares, para evitar que la resistencia pudiera reunirse en lugares secretos. Hasta las 9:00 pm solo se permitía el tránsito del transporte público, acompañado por un guardia uniformado para intimidar, en completo silencio, sin que nadie pudiera conversar con su compañero de viaje.

Una tarde y por casualidad, JM coincidió en el CCCT con un viejo compañero de estudios, abogado y coronel retirado, quien secretamente le informó que en algunas regiones existían células militares institucionales, disidentes, dispuestas a luchar por la libertad. JM no quería hacerse vanas ilusiones, pero parecía que todavía había venezolanos dispuestos a luchar contra una sociedad totalitaria, basada en el comunismo, el fascismo y el chavismo. Parecía que aún había un destello de esperanzas.

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@JMColmenares


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