Dos pasiones criollas se combinan en Nos llaman guerreras: el fanatismo por el balompié y la predilección por el género de la no ficción. 

En Venezuela jugamos bien al fútbol y sabemos hacer documentales, sin las desigualdades y limitaciones de los melodramas o las comedias con actores profesionales. Ambos fenómenos confluyeron en la creación de la estimable ópera prima del equipo de Al Agua Cine, otrora compañía dedicada a la cobertura de bodas, por medio de los recursos técnicos y estéticos del género del fashion filme.

Mucho de ello trasciende en el engranaje de producción de la cinta. Los puristas de la crítica observan con reserva el estilizado criterio de producción del largometraje.  A los colegas ortodoxos no les convence la idea de filtrar tanto la realidad a través de un lente publicitario.

Otros ven, en las imágenes pulidas del trabajo audiovisual, una derivación del canon expositivo y reporteril de la televisión corporativa, glorificando la matriz heroica de la responsabilidad social en beneficio de los sponsors del proyecto.

Las opiniones contrastantes son válidas. Las hemos escuchado después del estreno de la película. Las compartimos para balancear la nota, en aras de brindar los matices del ejercicio periodístico. Ustedes podrán responderles en el foro de comentarios.

Por nuestro lado, abrigamos un pensamiento diferente, menos rígido y más abierto a reconocer el genuino impacto de la propuesta del título. Capítulo aparte merece la fotografía. Los encuadres buscan el ángulo preciso y la posición correcta, para despertar la sorpresa y el encanto del respetable.

Los movimientos de cámara siguen a las “chamas” de la selección sub-17, en una coreografía delicada e impresionista, bajo el acompañamiento de una música emotiva.

La perfecta edición de las tomas logra componer una grata experiencia inmersiva, en una sinfonía de cuerdas, voces y secciones electrizantes de las violinistas del ensamble. Imposible no emocionarse con el gol de mitad de cancha de Deyna Castellanos, con las intervenciones de las niñas, con el sentido de compañerismo de las atletas, con los relatos de superación planteados en el guion, todos verosímiles y ejemplares.

Difícil no conmoverse con el compromiso político de Nos llaman guerreras, al darle el espaldarazo al técnico injustamente despedido del equipo, a merced de la inquisición del chavismo.

Al noble  Kenneth Zseremeta lo botaron por denunciar las pésimas condiciones de alimentación de nuestra Vinotinto femenina.

El medio nos tiene acostumbrado a la autocensura, a normalizar la cacería de brujas. Hubiese sido sencillo prescindir del material en el que aparece el profe, para no incomodar a los funcionarios de la dictadura.

Los autores de la película, en cambio, optan por visibilizar y honrar el legado del personaje, defendido por sus pupilas, elogiado por los especialistas del deporte. No es el único detalle de resistencia del filme.

La valentía de Nos llaman guerreras queda refrendada en su retrato de una Venezuela no solo colmada de atractivos turísticos y humanos, sino de zonas de pobreza y villas de miseria.

Los planos exponen las heridas del país, las víctimas de una revolución fracasada, los hombres condenados a comer de la basura, las familias obligadas a sobrevivir.

Como una respuesta, el documental presenta las pruebas existenciales de unas soñadoras, quienes nos devuelven la sonrisa y la esperanza. El futuro pasa por ellas.


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