El presidente colombiano ha sacudido al país al afirmar –emulando a su compatriota psiquiatra Rodrigo Córdoba– que Colombia padece una enfermedad mental que no le permite ver sino las malas noticias. Y algo de cierto hay en ello. 50 años de violencia dentro de una población principalmente integrada por gente joven, modula sus pensamientos en el sentido de tornarse incrédulos frente a los avances que la comunidad en su conjunto va alcanzando.

Sin duda que ello es injusto con sus gobernantes, quienes se esfuerzan por presentar buenas noticias a la colectividad sin mucha suerte en cuanto a la receptividad que logran alcanzar de parte de sus administrados.

Eso ocurrió en los días pasados cuando el gobierno fue severamente cuestionado por hacer pública la recuperación reciente de los índices de violencia en el país vecino.

Un parte oficial del Ministerio de la Defensa daba cuenta al país la semana pasada de que este año Colombia alcanzará la tasa de homicidios más baja de las 3 últimas décadas. Luis Carlos Villegas se enorgullecía de que la tasa de 24 homicidios, por año y por cada 100.000 habitantes, había sido lograda gracias a una tarea muy destacada de las fuerzas del orden que no solo redujo las muertes violentas a 16% con respecto a 2016, sino que hizo retroceder el indicador a los niveles que el país experimentó antes de 1985.

Ácidas críticas llovieron en la prensa neogranadina de parte de quienes no tienen la disposición anímica de otorgar el más mínimo crédito al equipo de gobierno en este o en otros terrenos y allí es donde la falta de equilibrio de juicio al que hace alusión el presidente se manifiesta abrasivamente en su desfavor.

Ocurre que los opositores hacen mención de circunstancias que en la realidad siguen penalizando al país, a pesar de la titánica tarea que libran los agentes del orden y las fuerzas militares por devolver tranquilidad y paz a la sociedad.

Es cierto que en octubre de 2017 el Ministerio de Salud informó que, hasta ese mes, se habían reportado en Colombia 71.466 casos de violencia de género que habían generado 55.000 víctimas femeninas. De ellas 95 mujeres murieron víctimas de homicidio por cuenta de sus parejas o ex parejas. El balance de 2016 había sido igualmente atroz: 91.445 mujeres o niñas fueron atacadas física, psicológica o sexualmente.

Pero a ningún observador se le pasa por alto que el drama de la violencia de género no puede medirse con la misma vara que la inseguridad pública ni mucho menos la violencia guerrillera. Este fenómeno obedece a motivaciones de intolerancia igualmente nocivas en sus resultados, pero que requiere de una estrategia de reacomodo educacional y cultural específica.

Que exista un equilibrio total en la sociedad colombiana cuando se analizan delitos de crímenes comunes, taras sociales como la violencia de género y las expresiones sangrientas de las actuaciones guerrilleras es poco menos que imposible, sobre todo cuando la paz de las calles se ha tornado un anhelo irredento de muchas generaciones seguidas.

Pero, por igual, les corresponde a los oficiales gubernamentales usar una vara justa en lo comunicacional para evidenciar sus hallazgos en el control del delito. En ocasiones como la que nos ocupa, el deseo gubernamental de sembrar en el pensamiento del ciudadano la tesis de que las sus éxitos en materia de seguridad son una consecuencia directa del restablecimiento de la paz guerrillera en el país, también contribuye a que se efectúe una evaluación torcida de la realidad.

Sea lo que sea, corresponde hacer justicia a los avances alcanzados por el gobierno actual. Colombia, en 2015 fue el tercer país de Suramérica con la tasa más alta de homicidios por detrás de Brasil (26,7) y Venezuela (57,1), según el Banco Mundial. Hoy la tasa global promedio está en 5,3. La de Colombia es 14,2.

Al César lo que es del César.


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