Entré al cuarto de mi abuelo, Dimas R. Michelena, comisionista de frutos en el viejo mercado de San Jacinto. Sufría de un cáncer en el pulmón derecho. Lo vi sentado en la cama clínica y en un cuaderno cuadriculado escribía lentamente. Al sentir mis pasos me hizo una seña para que me acercara. Lo hice. Con mano temblorosa, pero segura, me dio el cuaderno y, en un hilo de voz, me dijo que leyera lo escrito. Era su obituario. Pocos días después, Dimas murió.

Recorté el obituario y lo pegué en un álbum de recortes que él había creado. Son (aún lo guardo) recortes de poemas, artículos, fotos, obituarios, anuncios de matrimonios de sus hijas –mi madre y mi tía–, y papeles con escritos y versos de sus amigos: Lucas Manzano, Leoncio Martínez, Francisco Pimentel (Job Pim) y Aquiles Nazoa. Bajo la cruz, había copiado estos versos de Aquiles Nazoa, epílogo de su Teatro para leer titulado «Ratón Pérez»: Oración fúnebre del gato: “—En un zapato de niño/ lo vinimos a enterrar, /lloró por él la tinaja/ y el caballito de mar,/ y el lagartijo no vino/ porque se puso a llorar”. Ese fue Dimas R., moría de vida.

Hace unos días dije algo antes del largo adiós. Tenía que decir lo que sentía, mi amuleto de vida quieta. Es momento del “antes” está vivo, solo se acerca al umbral. Aquellas células malignas de Dimas R. me han crecido en otro lugar del cuerpo. Hace años que resisto el soplo frío del largo sueño. Las Escrituras no me dicen que he de escribir un obituario. Me revelan más bien lo que escribió Harry Haller, el lobo estepario, en el dorso de una carta de vinos: “Hasta nosotros sube de los confines del mundo el anhelo febril de la vida”.  Lo creo.

Pero, ¿no es frágil la salud y delgada la cubierta que defiende a nuestra vida? No podemos detener la marcha hacia esa oscura tumba donde yace mi amigo, nos contó Malcolm Lowry. Un leve soplo hiende la nave o la hace zozobrar. Una nube y todo se entenebrece. La vida es como la flor del azafrán, una mañana basta para que se marchite y un aletazo la siega.

Para sentir vivamente la poesía de las rosas que duran una mañana, es preciso salir de las garras de ese buitre que se llama enfermedad. El fondo y término de todo ¿es el camposanto? Lo único cierto en este mundo de la hipocresía y la mentira, es la muerte. La moneda fraccionaria de la muerte. En esta pesadilla que vivimos, el Boletín epidemiológico del Ministerio de la Salud es subversivo, y está prohibido. Mientras desviemos la vista de esta dictatorial realidad, se disimula lo trágico de la vida, la de todos nosotros.

¿Qué médico podrá valer lo que una chispa de dicha o rayo de esperanza? El resorte de la vida está en el corazón. La alegría es el aire vital de nuestra alma. La tristeza no es una farsa sin fin. La salud es la primera de las libertades y la dicha de la fuerza, que es la base de la salud. Hacer feliz a alguien es aumentar su ser, duplicar la intensidad de su vida, engrandecerlo y a veces transfigurarlo. Quien duda de esto no ha visto jamás despertarse las iluminaciones de una mirada límpida. Hasta la aurora es inferior a esa maravilla. Cito a Albert Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Sin embargo, no estoy muy seguro de ello en lo que se refiere al firmamento”. Insistir tercamente en repetir lo mismo para obtener lo mismo no es locura, es perversidad. Comenzó hace cien años con trompetas de paraíso, pero hace ya casi dos décadas que la historia las acalló.

Esta gente ignora que la belleza es un fenómeno de espiritualización de la materia. Es como una poderosa corriente eléctrica que ilumina los metales y revela el color de la llama, lo mismo que la vida intensa y la alegría embellecen hasta el deslumbramiento a un sencillo caminante. El hombre nunca es más verdaderamente hombre que cuando va en pos de la belleza. Aun la de la muerte.

¿Es lo ideal más verdadero que lo real? No lo sé, solo estoy en el dintel de la puerta. Lo saben cuatro personas. Lo sabe Ezra Pound: “Reúno estas palabras para cuatro personas, / alguien más puede cazarlas al vuelo, /oh mundo lo siento por ti / no conoces a esas cuatro personas”.

Aseguré una vez que la guerra había terminado. La gramática de mis sentimientos no conjugó rescoldos lejanos, profundos. En la cuadrícula de mi vida faltan cuadros que llenar. Tenazmente, busco lo que me falta en la literatura sapiencial. Antes de que anochezca, y sin querer, giro en un círculo, en el que cada brazo, cada rama, cada sección representan una ida y un regreso, como las aves. Ellas son estacionarias, nómadas y repetitivas. Por esta doble permanencia, por estar yendo y viniendo con las memorias del olvido.

Así se lee en mi certificado de vida.


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