Las inflaciones del orden de magnitud que ahora estamos acostumbrados a soportar, por no hablar de las hiperinflaciones, solo son posibles cuando se ha generalizado el uso del papel moneda. La cantidad nominal de papel moneda puede multiplicarse indefinidamente, y a un costo despreciable: basta añadir más ceros a los números que se imprimen sobre los mismos trozos de papel, como se hizo ahora en Venezuela: al billete de 2 bolívares le añadieron 3 ceros (2.000 bolívares), al de 5 bolívares, 2 ceros (500 bolívares), al de 10 bolívares, 2 ceros (1.000 bolívares), al de 20 bolívares, 2 ceros (2.000 bolívares) y luego 3 ceros (20.000 bolívares); al de 50 bolívares, 2 ceros (5.000 bolívares), al de 100 bolívares, 2 ceros (10.000 bolívares).

El primer registro histórico de este tipo de “moneda”, según Lien Sheng Yang, el autor de Money and Credit in China, que abarca más de dos milenios pese al subtítulo “Una historia breve”, aparece en Sichuan (China) hacia comienzos del siglo XI. El episodio duró más de un siglo pero acabó por sucumbir a la fatal tentación de la sobreemisión inflacionista “principalmente para atender a los gastos militares”, como escribe Yang. Luego menciona una serie de otras emisiones de papel moneda, durante los cinco siglos siguientes, en diferentes regiones de China y bajo distintas dinastías, todas las cuales recorrieron el mismo ciclo de estabilidad inicial, sobre emisión moderada y, por último, sobreemisión exagerada seguida de abandono del sistema. Y no hay más referencias acerca de la circulación de papel moneda en China hasta el siglo XIX.

En Occidente, el papel moneda no se difundió a gran escala hasta el siglo XVII. Todo empezó, según creo, con la “especulación del Mississipi”; de John Law en 1719-1720, cuando, según dice la Enciclopedia Británica, “la excesiva emisión de notas (billetes) bancarias estimuló una inflación galopante que duplicó sobradamente los precios de las materias primas”, flojo ensayo de futuras hiperinflaciones auténticas que multiplicaron los precios por millones e incluso billones.

Hasta época reciente, todas las hiperinflaciones que conozco fueron producto de guerras y seudorrevoluciones. Pero esto ya no es cierto en la actualidad. Bolivia, Brasil. Argentina e Israel han conocido hiperinflaciones en tiempos de paz, hiperinflaciones que duraron cierto tiempo; a partir de 1991 y 1992 los precios se estabilizaron relativamente en este último país. La razón es, como luego veremos, que las guerras y las seudorrevoluciones ya no son la causa única, ni siquiera la causa principal, de que los gobiernos recurran a la imprenta para financiar sus actividades.

Cualquiera que sea su fuente inmediata, la inflación es una enfermedad, una patología económica, una dolencia peligrosa y muchas veces fatal, que, si no se ataca a tiempo, puede arruinar una sociedad, tal como ocurrió en China y ocurre actualmente en Venezuela. Las hiperinflaciones de Rusia y Alemania después de la Primera Guerra Mundial prepararon el terreno al triunfo del comunismo en el primer país, y del nazismo en el segundo. En 1954, cuando la inflación brasileña alcanzó 100% anual, se instauró un régimen militar.

Otras inflaciones más extremas han acarreado asimismo regímenes militares en Chile y Argentina, contribuido a la caída de salvador Allende en Chile, 1973, y a la de Isabel Perón en Argentina, 1976. Durante los años ochenta, repetidos episodios inflacionistas en Brasil y Argentina han contribuido a reiteradas “reformas” fracasadas, caídas de gobiernos, fuga de capitales y aumenta de la inestabilidad económica y política, así como un unrest social.

Ningún gobierno quiere confesar su responsabilidad en cuanto a la aparición del fenómeno, ni siquiera en escala moderada, por no hablar de hiperinflaciones. Los funcionarios públicos siempre encontrarán una excusa, como: empresarios codiciosos, sindicatos prepotentes, consumidores aficionados al derroche (consumismo), jeques árabes, la pertinaz sequía o cualquier otra que parezca siquiera remotamente plausible, tal la presunta “guerra económica” tan cacareada por el gobierno de Maduro.

Es indiscutible que hay empresarios codiciosos, sindicatos prepotentes y consumidores manirrotos, y que el tiempo atmosférico suele ser generalmente malo. Cualquiera de estas cosas puede originar un aumento de precios en determinados artículos, pero no a todos. Pueden producir alzas y bajas temporales en los índices de inflación, pero no una inflación sostenida, por una razón muy sencilla: ninguno de estos acusados tiene una máquina de imprimir billetes que sirva para fabricar esos pedazos de papel que llevamos en nuestra billetera, a los que llamamos dinero; tampoco pueden autorizar que un contable haga un asiento en el libro mayor que equivalga legalmente a la emisión de estos trazos de papel.

La inflación no es un fenómeno capitalista. Yugoslavia cuando era un país comunista, experimentó uno de los índices de inflación más altos de Europa; Suiza, bastión del capitalismo, tiene los más bajos. Ni es tampoco un fenómeno comunista. China conoció poca inflación en tiempos de Mao, y Rusia lo mismo, durante decenios, aunque después de 1991 se haya disparado. Italia, el Reino Unido, Japón, Estados Unidos, capitalistas en principio, han experimentado inflaciones sustanciales, las más recientes en el decenio de los setenta. En el mundo moderno la inflación es un fenómeno que deriva de las prensas de imprimir billetes. Admitido que toda inflación sustancial es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario, apenas hemos empezado a entender la causa ni el remedio de la inflación. Es fundamental que nos preguntemos: ¿por qué aumentan demasiado rápidamente los gobiernos la cantidad de dinero? ¿Por qué producen inflación, cuando todos son sabedores del daño que puede causar?

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