Decía John Maynard Keynes, el más grande economista del siglo XX: “No hay ningún medio tan sutil para subvertir la sociedad por su base, como la adulteración de la moneda. Este proceso pone en marcha, y de parte de la destrucción, todas las fuerzas ocultas de las leyes económicas, de tal manera que ni un solo hombre entre 1 millón sería capaz de diagnosticarla” (The Economic Consequences of Peace, 1920, p.236), siendo China donde se encuentra un ejemplo palmario del aforismo keynesiano. Si el régimen de Jiang Jieshi hubiera logrado evitar la inflación, o reducirla a índices expresados con un dígito, o hasta dos, con tal de que no hubieran sido demasiado altos, bien fuese mediante una mejor gestión financiera, hacendística, o porque Estados Unidos hubiese practicado durante los años treinta una política diferente en relación con la plata, es muy posible que la China de hoy fuese una sociedad totalmente distinta.

Las hiperinflaciones, en su mayoría, son hijas de la guerra y de las seudorrevoluciones; en la edad moderna, los primeros episodios que recordamos son el de la guerra de independencia estadounidense y la emisión del Continental y el de la Revolución francesa con sus asignats; en ambos casos, dinero de papel que acabó no valiendo prácticamente nada.

Hubo otras muchas inflaciones anteriores, pero no hiperinflaciones, y ello por una razón bien sencilla. Cuando el dinero era metálico, es decir, de oro, plata, cobre, hierro o estaño, la causa de la inflación eran los descubrimientos, o las innovaciones técnicas que abaratasen la extracción, o la adulteración de la moneda mediante la rebaja de su “ley”, esto es, la sustitución del metal noble por una mayor cantidad de metal de aleación, quiero decir: la “ley” era el contenido de metal noble utilizado en una unidad monetaria, que al rebajarle ese contenido mediante una aleación con mayor cantidad de metal ordinario la devaluaba: con la misma cantidad de metal noble lograba más unidades monetarias, lo que ahora en nuestro país se hace, desde 1984, con el dinero de papel al devaluar, modificar el tipo de cambio, consuetudinariamente para obtener más bolívares con los mismos dólares o menos de las exportaciones petroleras.

En realidad, la “ley”, el contenido de oro de un bolívar se abandonó después de que el presidente Nixon, en 1971, decidió desvincular al dólar de su contenido de oro, a raíz de la continuidad de la política que comenzó De Gaulle en los sesenta, a sazón presidente de Francia, de cambiar dólares por oro, cada dólar que entraba en las arcas del tesoro francés era cambiado por oro en el tesoro estadounidense, política estimulada por la emisión descontrolada de dólares que De Gaulle sospechaba no tenían el respaldo estipulado en oro.

Los descubrimientos y las innovaciones necesariamente produjeron módicos incrementos del volumen de dinero, pero nada comparable con los índices de inflación mensual de dos dígitos que son característicos de las hiperinflaciones, como es ahora la de Venezuela, que viene acumulándose desde 1969 a causa del aumento en el valor de las exportaciones petroleras y de la manipulación cambiaria con fines fiscales, desde 1984, aunado a una insensata gestión hacendística, de lo cual he disentido públicamente desde esta fecha  al través de este gran periódico.

En el caso de la adulteración, por mucho que se bajase la “ley” de la moneda todavía costaba algo el fabricarla, y ese coste limitaba la cantidad de moneda. Como señala Forrest Capie en un interesantísimo estudio (Conditions in  Which Very Rapid Inflation Has Appeared, 1986), hizo falta un siglo para que la inflación romana, que contribuyó a la decadencia y caída del imperio, incrementase el nivel de precios “a 5.000, tomando como índice 100 el año 200 después de Cristo”, lo que viene a suponer un aumento del 3 a 4 anual según la fórmula del interés compuesto. El límite venía dado por el precio de la plata, el metal de la ley, con respecto al cobre, el metal de la aleación; de las cifras anteriores se deduce que la relación de precios plata-cobre sería del orden de 50 a 1, más o menos la misma que existía entre precios de mercado en 1960, desde cuando la plata se ha apreciado mucho con referencia al cobre, así como el cociente es ahora mucho más alto.

La inflación venezolana comenzó durante el primer gobierno de Caldera, 1969, se aceleró en el primero de Carlos Andrés Pérez, y tomó nuevo impulso después del Viernes Negro de 1983, máxime con las devaluaciones subsiguientes hasta hoy, lo que acarreó, conjuntamente con otros factores como la corrupción, el disfuncionamiento de la democracia, su caída con la aparición del fenómeno Chávez; la continuidad de la inflación durante la pretendida revolución, su conversión en hiperinflación ha desembocado en una desastrosa pobreza; solo 15% a 20% de la población apoya al régimen, que, según la experiencia mundial desde el Imperio romano, arriesga su existencia por efecto destructor de aquella hiperinflación, cuyo combate exige decisión política y alguien con la formación e ideas claras acerca de cómo afrontar tal patología económica. Tampoco existe en MUD ese alguien, o equipo, como es evidente del apoyo que dieron al nuevo “cono monetario” (añadirle más ceros a billetes anteriores), lo que sugiere en ambos casos un futuro muy incierto para nuestro país.

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