La serie Chernobyl causa sensación en el mundo, después del éxito de Juego de tronos.

HBO comanda la producción, tranquilizando a quienes anunciaron su caída tras la salida del aire de la narrativa épica de Jon Snow.

A principios de semana el tema fue trending topic por la publicación de un tweet harto discutible en el que la profesora Colette Capriles condenaba a los millennials por descubrir la peor tragedia nuclear de los ochenta, gracias a un contenido de televisión por cable.

Las respuestas no se hicieron esperar, de lado y lado. Pero el mensaje de la experta recibió más críticas que adhesiones.

En mi caso, le respondí por considerarlo un anacronismo y un reduccionismo que obvia el impacto social y cultural que transmite un trabajo audiovisual de altísima calidad.

Más bien deberíamos celebrar que nuestros jóvenes consuman programas así, en lugar de los enlatados que cocina la parrilla quemada de VTV.

Parecen comentarios binarios de un intelectual trasnochado que considera vigente las teorías desfasadas de la escuela Frankfurt y las ideas en contra de la Celestina mecánica, del huésped alienante y de la mal llamada caja boba. Pongamos las cosas en claro.

Una cuestión es sumirse, como borrego, a la visualización de una cadena de Maduro (lo cual no hace ni la familia de Nicolás).

Otro punto distinto se plantea cuando un espectador, de nuevo cuño logra aproximarse a una serie como Chernobyl por el mero interés de contemplar un espectáculo que lo nutra y le comparta un aprendizaje, con el fin de participar en la conversación mediática del momento.

Por tanto, se justifica que el target aludido, que el sector de la demanda mencionada tenga la oportunidad de introducirse en el gran tema de la autodestrucción del sistema socialista de la Unión Soviética, a partir de la captación de un producto de una esmerada factura técnica, conceptual y estética.

Sobre todo, es importante recalcar que el melodrama que se cuenta nos propone la reconstrucción de una historia que logra traducir el descontento hacia el sistema leninista que en el pasado provocó el genocidio de una población y que hoy genera la mayor mortandad posible en Venezuela, por culpa de una concepción fascista y marxista del Estado.

Salvando las distancias, el caos desplegado y representado por la serie Chernobyl describe a la distancia la misma política de improvisación que predomina en el chavismo para resolver cada problema, cada situación, cada contingencia, como el caso del apagón, por hablar solo de un ejemplo reciente.

El guion de la propaganda roja no cambia, no evoluciona, desde la explosión de la central atómica ubicada en Ucrania.

Antes, por supuesto, la KGB y el Kremlin patentaron la industria del fake news, en aras de esconder la cruda realidad bajo una nube de mentiras y falsas apariencias.
En la actualidad, Putin gobierna a una Rusia que no ha superado su fase de ser un Estado de vigilancia y castigo contra los derechos humanos.

Por intereses comunes, Moscú y Caracas firmaron una alianza para repartirse al país de Bolívar, como un botín de guerra. En consecuencia, somos víctimas de un secuestro, de una estafa, de una conspiración estrictamente estalinista.

La serie Chernobyl explica cómo se origina una catástrofe en el seno de la burocracia plomiza y gris de la URSS.

Revela las secuelas del accidente en el tejido social, ecológico, cultural y geográfico de una nación afectada por la crisis.

Las víctimas protagonizan el relato, sufriendo una agonía terrible y dantesca. La cámara expone con crudeza el proceso de descomposición de la carne, en un guiño al cine de terror de zombies.

Sin embargo, el costado sensacionalista busca equilibrarse con la exposición aguda del conflicto de los personajes principales, quienes se muestran confundidos y superados por la explosión del reactor de Prípiat.

La temida KGB, de donde viene Putin, acosa y acecha a los ciudadanos inocentes, acentuando la paranoia y la condición de vivir en una especie de cárcel, de campo de concentración de concreto armado.

La oscura y uniforme arquitectura instaura un clima de sumisión y depresión.

Con tres capítulos emitidos, la miniserie Chernobyl nos mantiene en vilo, amén de su mirada oportuna y descarnada de unos hechos que se aproximan a nuestro dolor.

La única buena noticia es que Chernobyl fue el principio del fin para el sistema de la Unión Soviética.

Esperemos que nuestra pesadilla alcance pronto un desenlace feliz, ahorrándonos la eventualidad de padecer una nueva calamidad comunista. Maduro ha sido nuestro indeseable Chernobyl tropical. Con él es suficiente.

Ojalá Colette Capriles se anime a responder o a esgrimir sus argumentos. Las réplicas y las discusiones son bienvenidas por aquí.


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