Cuando aún éramos felices sin saberlo y estábamos lejos de imaginarnos presas del infortunio, gracias a nuestros propios desatinos en el ejercicio de la (anti)política, había en el espectro radiofónico cierto margen de tolerancia para la difusión de música académica. Y no solo en el (mal) denominado canal clásico de la Radio Nacional de Venezuela o en la desaparecida Emisora Cultural de Caracas: las estaciones comerciales solían ceder, en especial los domingos, espacios a la música culta. De este modo compensaban la ordinariez de su programación semanal; ordinariez magnificada por emisoras autoproclamadas 100% libres de gaitas, pero no del excesivo y sexista reguetón ni de los disparates y anacolutos de sus ignaros y muy presumidos locutores, comentaristas y disc jockeys. De aquellos formidables espacios recuerdo dos en particular: Ópera dominical, dirigido a los amantes del bel canto, realizado y comentado con entusiasta sapiencia por José Ignacio Cabrujas, y Fantasías dominicales, producido por el periodista, coplista, molinero de ronda y promotor de jolgorios Reinaldo Espinoza Hernández, quien, a lo largo de 6 décadas, se dedicó a afinar el oído del venezolano.

Hoy acaso solo queden en la memoria del oyente distantes y evocadores ecos de un patrimonio discográfico generosamente compartido por los animadores culturales aludidos; mas, como es domingo y nos encontramos en plena temporada de chantajes afectivos ―y, sobre todo de patéticos soldados del Cascanueces, reducciones mecanizadas de Papá Noel, ¡Jo, Jo, Jo, Jo!, y  abominables cochinos de plástico limosneando aguinaldos en soberanos y no en petros―, podemos sacudirnos la nostalgia y alegrar la mañana celebrando los 248 años del nacimiento de Ludwig van Beethoven (16/12/1770) con el celebérrimo ta-ta-ta-taa de su Quinta sinfonía. Sería una buena manera de culminar una semana de mucho desasosiego y escasas satisfacciones. Es tentador extasiarse este y los días restantes del agonizante 2018  con el copioso repertorio del Sordo de Bonn ―hay 138 obras codificadas opus por el propio compositor y 205 publicadas después de su muerte,  catalogadas WoO (Werke ohne Opuszahl: trabajos sin número de opus)―, pues este constituye un poderoso antídoto contra el tóxico inventario de calamidades  inexistentes a los ojos de la maquinaria oficial de desinformación y noticias falsas, la cual, en cambio, publicitó en grande la conspicua exhibición en  “cielo patrio”, tal en registro cursilón declararía Nicolás Nicoláyevich, de un par de bombarderos nucleares rusos de  tecnología soviética ―materialista, dialéctica, histórica y poco confiable―  y dos  aeronaves de transporte y carga militar con  100 combatientes a bordo, convocados para decirle a Washington, Bruselas y  Bogotá ¡cuidado con una vaina… no estamos solos!; nos acompañan de cuerpo presente los enviados del entrañable tovarisch Vladimir Vladimirovich Putin. Llegaron los Tupolev, y arribarán barcos iraníes enviados por el amigo Hasan Rohaní, a protegerme de Bolsonaro, Duque y Trump. ¡Ellos y la derecha opositora local me quieren derrocado, muerto y enterrado!, aseguró el reyecito, lloviendo nuevamente sobre el mojado magnicidio y el empapado golpe de Estado. Defensa interesada. Y todos sabemos qué sucede cuando se juntan el amor y el interés.

Seguramente hay en la extensa obra beethoveniana una pieza para cada ocasión. Sería interesante saber cuál, por ejemplo, convendría interpretar un día como mañana, 17 de diciembre, aniversario de la muerte del Libertador, si en vez del ordinario régimen militar imperante en el país tuviésemos un gobierno alfabetizado y democrático, ajeno a la etiqueta, pompas y formalidades prescritas por el protocolo, y a la engolada lectura de la postrera voluntad del ilustre caraqueño a cargo de un maestro de ceremonias con voz de bajo. La solemnidad no está reñida con el buen gusto. La efeméride de mañana sería ocasión propicia para encargar a una gran orquesta ―la Simón Bolívar si nos ponemos en plan patriotero― la ejecución de la Sinfonía N° 3 en mi bemol mayor, opus 55, Eroica (Heroica en español), cuyo segundo movimiento es una marcha fúnebre. Soñar es gratis, naturalmente, y deseos no empreñan, afirmó un presidente dicharachero. Los gorilas rojos y verde oliva, en ningún caso, compartirían esta idea; exigirán, a no dudarlo, se respete la tradición de poner a una banda marcial, vistosamente uniformada y escandalosamente desafinada, a atropellar las gloriosas notas del Himno Nacional, “Gloria al bravo pueblo” ¿Bravo? Yo te aviso, chirulí.

De Simón Antonio de la Santísima Trinidad sabemos de memoria cuándo, cómo y donde falleció. Circunstancias asimismo archivadas en la sesera del benemérito mandón vitalicio Juan Vicente Gómez, nacido como aquel, ¡vaya coincidencia!, un 24 de julio (1857). Quizá el albur natal le motivó a escoger el 17 de diciembre de 1935 para exhalar su último suspiro y abordar la barca de Caronte. La insólita simetría, forjada por sus exégetas a fin de convertirle en suerte de padrastro de la patria, es inocultable antecedente de la bolivarianofilia chavista. La luctuosa fecha ―¿travesuras del azar?― también fue seleccionada por el paracaidista Hugo Rafael Chávez a objeto de someter a consulta, en 1999, en medio de un catastrófico deslave, todavía no superado emocionalmente por los varguenses ―si la naturaleza se opone la mandamos muy largo al mesmésemo carajo―, un bodrio prêt-à-porter: la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Sancionada con irrisorio respaldo (la participación no llegó a la mitad del padrón electoral) es, sin embargo, invocada a menudo por la disidencia, a sabiendas de que nació para ser violada y devino prontamente en letra muerta, R.I.P. Continuemos mejor con las casualidades.

Un día como hoy, en 1989, los rumanos insurgieron contra el despótico gobierno de otro Nicolás, el camarada Nicolae Ceauşescu, y tomaron las calles de Bucarest. Tras 10 días de revuelta, lograron deponer al corrupto dictador y ejecutarlo previo proceso sumario, vindicativo y justiciero. Con la mirada puesta en Europa, el pueblo, ¡libre al fin!, pudo haber cantado la Oda a la alegría de Schiller musicalizada por Beethoven en su monumental Novena sinfonía. No quisiera para la tragedia nacional un desenlace tan dramático. Merecemos un final feliz; jubiloso, como la fantasía coral, y sublime, cual el rondó del único concierto para violín y orquesta compuesto por el genial músico aquí recordado.

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