Va siendo hora de que el mundo sepa que ha sido el castrocomunismo el que ha devastado a Venezuela, que nos ha saqueado nuestras riquezas, que acecha a todas las sociedades latinoamericanas para corromperlas, pervertirlas y aniquilarlas. Y que llegó la hora de enfrentarlo para ponerle un fin definitivo. No tenemos otra alternativa. Como diría Shakespeare: el resto es silencio.

Jamás olvidaré el asombro que se dibujó en el rostro de mi amigo y ex compañero de trabajo y de partido, el brasileño Marco Aurelio García, con quien viniera desde París por primera vez a Venezuela en junio de 1977 y a quien no veía desde esos años setenta, cuando al recogerlo en Maiquetía quince años después –venía en representación de Lula da Silva, el dirigente sindical, líder de su partido y futuro presidente de Brasil, a las ceremonias de la segunda transmisión de mando de Hugo Chávez en el año 2000– y ante mis reservas frente a la barbarie que veía dibujarse en el proyecto estratégico del teniente coronel Hugo Chávez, habiendo yo entretanto aprendido a valorar en toda su plenitud el valor de la democracia, me espetara asombrado: “¿Qué objeciones estéticas tienes ante Hugo Chávez? ¿O fue que olvidaste el juramento martiano que sellamos con sangre cuando Allende?”.

—¿Qué juramento?– le pregunté sorprendido, sin entender a qué se refería.

Me miró indignado y me dijo: “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar…”

Supe entonces, como en una revelación, que Chávez era castrocomunista, que Lula también lo era, y que a Venezuela, a Brasil y a todo el continente le esperaban tiempos siniestros.

El comunismo a lomos de Fidel Castro y la Cuba castrista había renacido en la región, gracias a la infinita irresponsabilidad del pueblo venezolano y la traición de sus fuerzas armadas y sus élites políticas e intelectuales,  para no dejar volar su presa. Chávez servía a los intereses cubanos, Venezuela se había convertido en su cabecera de playa para la reconquista del continente. Y cuyo botín a no soltar jamás, por los siglos de los siglos, se llamaba Pdvsa. Para eso servía el Departamento de Estado: para presenciar impasible la conquista de la región por el comunismo internacional.

Ante la absoluta impavidez de los demócratas de todos los matices, que aceptaban como un hecho irreversible los derechos a representación política de los grupos marxistas, aun a sabiendas de que su política de mediano y largo plazo no puede ser otra que destruir las bases democráticas de la sociedad, asaltar el poder e instaurar regímenes totalitarios.

Si salvo rarísimas excepciones todos mis antiguos compañeros chilenos continuaban militando en los partidos de la izquierda marxista y muy pocos eran quienes habían extraído las dolorosas enseñanzas de un largo y angustioso destierro, comprendiendo y asumiendo el incalculable valor de la libertad y la convivencia democrática –Marco Aurelio moriría hace un par de años sin haber recapitulado un ápice en sus convicciones castristas y su servicio a Lula y la tiranía cubana en sus afanes expansionistas y antidemocráticos, como cuando mediara en el Cahuán o interviniera como representante brasileño en la ronda de diálogos organizados por la OEA y el Centro Carter en Caracas– tampoco en Venezuela advertí una verdadera toma de conciencia de quienes habían militado en los partidos marxistas, entre ellos Teodoro Petkoff, como para comprender la inmensa, la gigantesca gravedad que entrañaba y continúa entrañando el castrocomunismo chavista en nuestro país. Ahora travestido con los ropajes del bolivarianismo y empoderados con las incalculables riquezas del petróleo. Y si se habían distanciado de la militancia extrema, no por ello habían asumido la lucha contra el invasor en los radicales términos que demandaban las circunstancias.

Ni siquiera Estados Unidos era verdaderamente consciente y estaba advertida de lo que el chavismo y sobre todo el Foro de Sao Paulo se traían entre manos. Un imbécil llamado John Maisto, que fungía de embajador de Estados Unidos en Caracas, recomendaba por entonces atender las manos, no las palabras del teniente coronel. Juraba que Chávez no era más que un bocón, cuya farsantería terminaba en meras bravuconadas. Agrupados en los viejos partidos socialistas y o revolucionarios, ex guerrilleros de regreso del monte o socialdemócratas y socialcristianos de sindicato  sobreviviendo a las sombras del Estado, los partidos del establecimiento continuaban y continúan sirviendo de alcahuetas del régimen, de agentes del castrocomunismo y enemigos jurados de cualquier forma de liberalismo antimarxista. Ya se hallen en Acción Democrática, en Copei, en el MAS o en cualquier otra organización política o de la sociedad civil hábil pronta a colaborar con el régimen. Como volviera a quedar una vez más de manifiesto mediante la farsa del 20 de mayo, cuando dos ex candidatos presidenciales de los dos enclaves políticos más importantes del viejo sistema –Claudio Fermín y Eduardo Fernández– se sumaran dichosos a la comedia del ex militar chavista Henri Falcón.

Nada de qué extrañarse. Pues de mi personal experiencia y tras más de sesenta años de vida política deduzco y comprendo la gigantesca, la inmensa y casi insuperable dificultad que entraña liberarse de los prejuicios y lugares comunes que lastran las inclinaciones políticas latinoamericanas, y poder distanciarse a plenitud y renunciar así a las ideologías marxistas, populistas y revolucionarias con las que nos emancipáramos e ingresáramos a la adultez. Tanto o más determinantes que las creencias religiosas en que fuéramos educados desde niños y tan difíciles de superar críticamente como renunciar consciente y plenamente a cualquiera de esas religiones formativas.  ¿Quién podrá a estas alturas sacarnos de la cabeza que antes pasa un camello por el ojo de una aguja que un rico entra al reino de los cielos?

Son dos milenios de certidumbres o supuestas verdades acuñadas por el cristianismo, cinco siglos de prejuicios, odios y rencores acumulados desde que iniciáramos esta andadura civilizatoria, la telúrica conmoción provocada por las guerras civiles independentistas, dos siglos de repúblicas aéreas y toda una vida comprometida con juramentos de lealtad y compromiso político que nos impiden ver la prístina verdad de los hechos y servir, a nuestro pesar, a la reiteración de nuestros más graves errores. De todos ellos, el peor, más devastador y aparentemente invencible, pues los condensa a todos, por lo menos en América Latina: el del castrocomunismo. Petro acaba de arrastrar con su narrativa a 40% de los votos. De la más ilustrada y nada ignorante clase media colombiana. Y Pérez Obrador en México, abriendo tras suyo los portones a cualquier desafuero, de esos capaces de derrumbar países, como sucediera en Venezuela. ¿O es que la Virgen de la Guadalupe protegerá a los mexicanos de caer en los pantanales del más feroz populismo antiimperialista? Desde luego, esos millones de votantes no eran comunistas: les servirán con mayor desvelo. Solo tú, estupidez, eres eterna.

Nadie quiere vérselas con el comunismo, el fantasma que recorre a América Latina y a España: ni Barack Obama ni el papa Francisco, ni Juan Manuel Santos. Tampoco quisieron vérselas con él Carlos Andrés Pérez, César Gaviria o Felipe González. No se diga José Luis Rodríguez Zapatero. Es el convidado de piedra, Don Juan Tenorio, el espía que vino del frío. El tótem y el tabú freudiano de nuestras neurosis políticas. Desde Eisenhower y John F. Kennedy en adelante, todos le esquivaron el cuerpo. Se murió y es como si no se hubiera muerto. Tras la guerra fría se hizo de buenos modales no mencionarlo en la mesa. Solo el venezolano Rómulo Betancourt tuvo el coraje, la lucidez y la inteligencia como para enfrentársele y derrotarlo. Más nadie. Todo el resto de la clase política venezolana terminó rindiéndole pleitesía. Carlos Andrés Pérez, de todos ellos, fue el que cargó con el mayor peso. Va siendo hora de que el mundo sepa que ha sido el castrocomunismo el que ha devastado a Venezuela, quien nos ha saqueado nuestras riquezas, que acecha a todas las sociedades latinoamericanas para corromperlas, pervertirlas y aniquilarlas. Y que llegó la hora de enfrentarlo para ponerle un fin definitivo. No tenemos otra alternativa.

Como diría Shakespeare: el resto es silencio.


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