Mire a su alrededor y observe a los partidos comunistas, a los autodenominados Frentes Amplios, a los movimientos revolucionarios bregando codo a codo con los partidos democráticos por el favor de los electores. Con el firme y decidido propósito de hacer polvo la Constitución y sembrar la división y el odio. ¿Quién convive de tan buena manera con el cáncer o con el sida, que no sea una sociedad irresponsable, que ha extraviado el rumbo?

“Absurdo sería pretender que un gobernante venezolano, violando una ley histórica, se hiciese comunista” 

Ramón Díaz Sánchez, Guzmán: Elipse de una ambición de poder

Inolvidable el día en que Teodoro Petkoff –corría el año 2003– montó en cólera porque osé alertar a los miembros de la Comisión Asesora de la Coordinadora Democrática, que presidía Alberto Quirós Corradi y en la que participábamos Pedro Nikken, Cecilia Sosa Gómez, Adolfo Salgueiro, Marco Tulio Bruni Celli, Pedro Pablo Aguilar, Alejandro Armas, Hiram Gaviria y otros, contra la amenaza castrocomunista que se cernía sobre Venezuela de la mano del golpismo chavista que acababa de asaltar el poder, ante el general beneplácito de una sociedad alienada hasta la médula. Nuestro por entonces buen amigo mostró su furia y su indignación por el uso irresponsable que hacíamos quienes empleábamos una categoría como esa, tan reaccionaria y propia de la guerra fría. Al decir de Petkoff no era que Cuba no fuera castrocomunista, que nadie podía negarlo: es que a él no le parecía en absoluto censurable que lo fuera. Muy por el contrario: a él, el que lo fuera, le parecía una señal de gloriosa y máxima identidad. En nuestros labios, en cambio, el concepto era absolutamente censurable, refería a un rechazo total, alertaba ante el infierno encubierto tras el término y dejaba caer una cortina de desprecio y maldiciones sobre la isla embrujada por la hoz y el martillo. Ante la que había que precaverse. Pero a sus admiradores, como a Petkoff y los suyos, tan emparentados con quienes acababan de hacerse con el poder, esa antes que una maldición era una aspiración  que deseaban ver cumplirse en toda América Latina. Ser castrocomunista no era un delito. Muy por el contrario, subrayaba, como solía señalarlo un gigantesco letrero que se exhibía a la salida del aeropuerto José Martí, que Cuba era el Primer Territorio Libre de América. 

Era la indicación a la que obedecía la progresía venezolana. Como que hacía una década y contra todo pronóstico, que más de novecientas personalidades venezolanas de todo jaez y condición pero contando entre ellos con no pocos afamados historiadores que continúan en funciones, académicos y doctores de todas las ramas, gentes de teatro y del espectáculo, escritores, guionistas y de ese cuanto hay que le da vida a una sociedad democrática, así como otros representantes de esa cosa deletérea, nebulosa y amorfa llamada cultura, habían considerado a Fidel Castro un ejemplo de dignidad e integridad política del más alto nivel de nuestra América, merecedor de toda nuestra admiración. Ser castrocomunista era un lujo. Significaba pertenecer a la cofradía de iluminados por el destino, ir a la vanguardia de la historia. Cuesta creer que tras más de treinta años de tiranía, persecución, encarcelamiento y miserias, tras el brutal ejercicio del poder más atrabiliario y demoledor del que se tuviera conocimiento en América Latina, y habiendo superado ya el récord de duración de 27 años, tras los cuales se muriera el caudillo, general y dictador venezolano Juan Vicente Gómez, una pléyade de buenas gentes elevaran al tirano aún más longevo con admirativas loas a las más egregias e inmarcesibles alturas de su gloria. En el colmo de la alienación y la locura, ser castrocomunista no acarreaba daño alguno. Era algo de que sentirse orgulloso. Lo más deseable a lo que un ciudadano podía aspirar en América Latina. La democracia, en cambio, era una plasta, un bofe, una miseria, una pérdida. Así han transcurrido sesenta años para los latinoamericanos: gozando de la libertad plena de regímenes libres, progresistas y prósperos, pero maldiciéndolos porque no se acomodaban al régimen tiránico del castrocomunismo cubano.

Acababan de cumplirse treinta años del primer asalto al poder en Cuba, no se veían las menores señales de que la tiranía militarizada que controlaba y esclavizaba a los cubanos mostrara la menor disposición a hacer mutis, apenas se habían cumplido quince años desde el desembarco de sus tropas de élite en el occidente y en el oriente de Venezuela,  y jamás había renunciado la dictadura cubana a su propósito de asaltar el poder de la primera reserva petrolífera de occidente, cumplir con el magno objetivo que se propusiera Fidel Castro desde la Sierra Maestra:  asaltar Venezuela por las buenas o a la brava, hacerse con su petróleo y expandirse por toda la región, imponer el comunismo en toda Latinoamérica y combatir a muerte a Estados Unidos, su letal enemigo de toda la vida. Pasara lo que pasara en la Unión Soviética y en China, Cuba jamás dejaría de ser comunista ni de luchar empeñosa y fervientemente por hundir a todas las democracias latinoamericanas en mortales crisis de dominación, asaltar el poder de la mano de las izquierdas locales, como ya lo intentara en Bolivia, en Chile, en Uruguay y en Argentina y nada ni nadie le impediría combatir a Estados Unidos hasta agotar sus fuerzas. América Latina sería castrocomunista, o no sería. Vale decir: no comunista a lo Molotov o a lo Brezschniev, a lo Tito o a lo Joseph Stalin, sino a lo Castro: castrocomunista, para más señas.

Quienes compartimos desde nuestras organizaciones marxistas –yo en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el MIR chileno en tiempos de la fracasada Unidad Popular– esos propósitos, sabíamos que lucharíamos hasta la muerte por imponer el comunismo en la región. Que el tiempo no sería obstáculo. Y que tarde o temprano terminaríamos por imponernos a lo largo y ancho de nuestra región. Para eso se había constituido en La Habana una suerte de Cuarta Internacional Comunista llamada Tricontinental, que intentaba coordinar todos los Movimientos Revolucionarios de Asia, África y América Latina. En una guerra abierta y declarada, sin hacer los menores ambages, organizando, alfabetizando, instruyendo, educando y preparando a los ejércitos de liberación nacional. Y a pesar del fracaso estruendoso del socialismo en todo el mundo, del derrumbe del Estado soviético y la caída del Muro de Berlín, en América Latina ya había surgido la debida organización encargada de coordinar nuestros movimientos revolucionarios a nivel regional, inventado por Fidel Castro y Lula da Silva, en el año 1990, llamado Foro de Sao Paulo. El viejo topo es tenaz y es porfiado y no tiene otro objetivo que demoler las bases fundacionales de la democracia y derribar los muros del edificio del Estado de Derecho para imponer el colectivismo, generalizar la miseria y el hambre y convertir a sus respectivas sociedades en campos de concentración. Todo ello a plena luz del día y en la mayor impunidad, como si anarquizar siglos de historia y disgregar sociedades compuestas a lo largo de siglos y siglos de historia fuera la cosa más normal y fructífera del mundo. Mire a su alrededor y vea a los partidos comunistas, a los frentes amplios, a los movimientos revolucionarios bregando codo a codo con los partidos democráticos por el favor de los electores. Con el firme y decidido propósito de hacer polvo la Constitución y sembrar la división y el odio. ¿Quién convive de tan buena manera con el cáncer o con el sida, que no sea una sociedad que ha perdido el rumbo?

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