A Luis Almagro

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Se trata de una documentación del Foro de Sao Paulo que ahora mismo circula libremente por la red, que puede ser consultada por cualquier hijo de vecino y que demuestra la absoluta impunidad con que el castrocomunismo, asentado en Cuba desde hace sesenta años, llama a la insurgencia de sus seguidores de la izquierda latinoamericana ante el silencio, la tolerancia e incluso la complicidad de todos los poderes fácticos de Occidente y que no ha cesado un solo instante de conspirar y poner todos sus esfuerzos en la liquidación del Estado de Derecho y la expansión del comunismo en América Latina, terminando por lograr su máximo objetivo: dominar todas las naciones de la región y cumplir con el mandato vocacional que Fidel Castro le jurara en junio de 1958 a su amante Celia Sánchez desde la Sierra Maestra: combatir hasta la muerte a Estados Unidos y no descansar un solo día en crear las condiciones para llevar a efecto ese máximo anhelo. 

Salvo en esos años de extrema virulencia de la guerra de guerrillas y la lucha armada contra las democracias, cuando el Che intentara su extravagante y suicida aventura en Bolivia, los movimientos de ultraizquierda intentaran asaltar el poder en Brasil, Uruguay, Argentina y Perú y Salvador Allende pretendiera dislocar la historia republicana chilena e imponer una dictadura proletaria en la que fuera una de las más notables democracias de Occidente, cuando el gobierno republicano de Richard Nixon y su canciller Henry Kissinger apostaran todas sus fuerzas a combatir el embate del castrocomunismo en la región, lo único cierto es que tras el éxito de esa contraofensiva de los años setenta y ochenta, la región se durmió en sus laureles, los ejércitos se replegaron como avergonzados de haber cumplido con su deber y el despeje de las fuerzas del establecimiento, adormilados por la caída del Muro y la aparente derrota universal del comunismo soviético, permitieron el regreso “a paso de vencedores” de las fuerzas de la desintegración, la disolución y la anarquía, reorganizadas desde La Habana –el cáncer congénito y aparentemente invencible del castrismo– fortalecidas por la victoria del golpismo militarista en Venezuela, rebotada gracias a sus fabulosos ingresos petroleros en las victorias electorales en Ecuador, en Bolivia, en Perú, en Brasil, en Uruguay, en Argentina, en Colombia y en Chile. Alcanzando a coronarse incluso con la Secretaría General de la OEA, que por primera vez en su historia pasó a manos de un marxista: el socialista chileno José Miguel Insulza. Se dice fácil: es una hazaña de perseverancia y porfía, dictada por un objetivo estratégico superior que jamás ha dejado de alimentar a las izquierdas del continente. Así sus detractores no se hayan atrevido a sacar sus cabezas y asumir el desafío durante todos estos sesenta años de tolerancia.

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Echo este largo cuento pensando en la preocupante advertencia del canciller chileno que citamos,[1] para que se comprendan algunos puntos de esencial importancia y poder valorar así la grave circunstancia que vivimos no solo los venezolanos, sino todos los países de la región,  y las inmensas dificultades que se encuentran en el camino de hacerles frente si dicha misión estratégica no es asumida plenamente por la comunidad internacional, como lo plantea el secretario general de la OEA y el Departamento de Estado de Estados Unidos, dejándola recaer en un solo país, el más castigado por esta crisis de índole multinacional, Venezuela:

1) el proyecto expansionista y totalitario del castrocomunismo sigue vivo y en plena actividad, más allá de la caída del Muro de Berlín, la debacle de las dictaduras satélites y la conversión de la tiranía china en un gigantesco emporio capitalista de Estado; la muerte de Fidel Castro, su principal gestor y la desaparición de la escena pública de su hermano Raúl Castro, primer heredero;

2) constituye el primer principio del tenaz y persistente mal del totalitarismo que amenaza a toda América Latina, anclado en los partidos comunistas y sus frentes de lucha legales e ilegales en cada uno de dichos países;

3) se ha anclado ya y ha echado raíces ante la absoluta pasividad internacional en Nicaragua y en Venezuela, zonas cuya liberación impedirá, como lo viene demostrando a diario, con todas sus fuerzas, aún al precio de masacres colectivas y a riesgo de su propia aniquilación;

4) es un problema de naturaleza regional, que no puede ni debe ser enfrentado localmente, exactamente como el mal que se quiere erradicar: un mal intrínsecamente regional de orden global y planetario. Que debe encontrar una adecuada respuesta a esos mismos niveles.

De allí la profunda preocupación que nos causan las declaraciones del ministro chileno de Relaciones Exteriores, Roberto Ampuero, cuando obedeciendo posiblemente a la ya superada y convencional doctrina de la no injerencia en los asuntos internos de nuestras naciones, que ha regido en el pasado, retrocede respecto de la que ya es doctrina sentada por la OEA y reforzada por la permanente prédica de su secretario general, el uruguayo Luis Almagro: nuestra comunidad de naciones debe impedir de manera activa, militante y categórica la deriva totalitaria y la pérdida de los principios democráticos asentados en nuestra carta democrática. Una doctrina que adquiere plena vigencia cuando una nación, como es el caso de Venezuela, se encuentra aherrojada por una tiranía que ha secuestrado todas las instituciones, ha pervertido la esencia de sus fuerzas armadas y dispone de todo el poder de fuego para afianzar la tiranía hasta la práctica extinción de las fuerzas opositoras. Máxime cuando dicha extinción ha sido precedida y facilitada por la brutal intervención de las fuerzas armadas cubanas y el control de nuestro aparato de Estado por sus altas autoridades. ¿Permitir la invasión de fuerzas de ocupación y no responder con los mismos medios, la misma fuerza y la misma presteza, escudándose en la no injerencia?

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No significa esto que desconozcamos el centro axial de su argumentación: obviamente el peso fundamental de la lucha contra la dictadura de Nicolás Maduro recae en las propias fuerzas opositoras venezolanas, por menoscabadas que se encuentren. En particular en aquellas que jamás han perdido de vista la naturaleza dictatorial del régimen negándose por principio a alimentar falsas ilusiones, participar en diálogos inconducentes y servir de parapeto legitimador del tirano.  Naturalmente, el paquete de sanciones y las medidas que tome la comunidad internacional por castigar, aislar y combatir a la tiranía solo son el natural y necesario complemento para la propia lucha de liberación de los demócratas venezolanos. Pero en el contexto que mencionamos, la lucha combinada de las fuerzas internacionales y las fuerzas externas e internas de la propia oposición son de vital necesidad. Como lo vienen demostrando las sanciones, que si bien no agotan el abanico de posibles acciones, han contribuido y seguirán contribuyendo no sólo al aislamiento internacional de la tiranía sino al socavamiento de sus bases materiales y financieras. Empujándola incluso a una eventual retirada.

Estamos ante una exigencia, por cierto, refrendada por los sectores más conscientes y democráticos de nuestra sociedad, que reclaman a gritos por una intervención humanitaria, dada la crisis, falencia, fractura o inexistencia de fuerzas internas capaces de enfrentar el aparato político militar de la dictadura castrocomunista venezolana. Un hecho producto de la extrema crueldad con que ha procedido la tiranía, asesinando, persiguiendo, encarcelando, desterrando o imponiendo el exilio a quienes se ven obligados a huir para salvar sus vidas. Una trágica situación que se hiciera irreversible y algunos de nosotros reconociéramos ya a comienzos del año 2015, cuando manifestáramos que ante el virtual acuerdo del gobierno de Obama y del Vaticano en respaldar abierta o solapadamente a la dictadura de Nicolás Maduro nos veríamos obligados a recurrir al socorro de nuestras fuerzas amigas y poder así restablecer el Estado de Derecho en Venezuela. Situación que antes que disminuir, se ha agravado trágicamente en estos tres años transcurridos.

Si bien es cierto que en estos tres años ha habido notables cambios en la conformación política de la región –la salida de Barack Obama y Hillary Clinton del gobierno de Estados Unidos, de Rousseff y Kirchner, de Pepe Mujica, de Rafael Correa y de Michelle Bachelet al frente de algunos gobiernos de la región– y el afianzamiento del liberalismo, en su más amplia expresión, han logrado importantes avances con los triunfos electorales de Mauricio Macri y Sebastián Piñera, consolidados recientemente con la elección del candidato del Centro Democrático Iván Duque en Colombia, no es menos cierto que el muy probable éxito de las fuerzas filo castristas mexicanas en la figura de López Obrador vuelve a poner de extrema actualidad el embate castrocomunista más regresivo y retardatario en uno de los tradicionales enclaves del populismo en América Latina. En ese toma y daca del enfrentamiento ya secular entre dictadura o democracia se gana un espacio y se pierden dos. Es la tragedia de una región genéticamente enferma de populismo estatista. 

Es el contexto macro político que se debe tener presente en todo momento y en todo lugar, para así acertar en el diagnóstico y el tratamiento de nuestra grave crisis regional: la lucha contra el castrocomunismo debe ser integral, amplia, constante y permanente. Librándose en todos los frentes. Y debe saber recurrir a todos los medios existentes, para vencerla sin dejar lugar a engaños. Es una guerra por nuestra supervivencia. Acertar y no equivocarnos es nuestro imperativo categórico y moral. 


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