Los más utópicos proyectos revolucionarios emprendidos por el hombre solo pudieron sostenerse sobre la represión, la esclavización y la negación de los derechos humanos, pisoteados por tiranos desalmados para dejarle paso a la utopía. Y culminar su periplo convertidos en campos de concentración y sostén de regímenes mafiosos. ¿Por qué tras un prontuario tan delictivo y automutilador aún existen comunistas en el mundo? Es una incógnita sin respuesta. Tal vez se la encuentre al descifrar los misterios del genoma. De todas nuestras características biológicas ancestrales, tal vez la estupidez sea la única eterna e inmodificable.

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Hasta la aparición, la divulgación y el éxito universal que viviera el marxismo desde la publicación en 1848 de su Manifiesto comunista, convertido en religión de estado por Lenin, Trotski y Stalin, las diferencias entre las izquierdas y las derechas eran estrictamente inmanentes a la lucha política inmediata: aquellas cuestionaban el statu quo y pujaban por sacudir el establecimiento para obligarlo a avanzar sobre sí mismo; estas anclaban las instituciones, usos y costumbres a lo establecido por los siglos de los siglos. Las izquierdas eran progresistas, las derechas conservadoras. Y recibieron dichas denominaciones por el lugar que ocupaban sus representantes en los escaños de sus respectivas asambleas: a la izquierda o a la derecha de la testera.

Esa topografía política, nacida en los albores de la Revolución francesa y asumida por los pueblos civilizados con su consagración, sería dinamitada para siempre por la teoría económica, sociológica y política de la pareja Marx-Engels a partir de la crítica al idealismo alemán y el uso de la dialéctica hegeliana como teleología política. Los límites que acotaban la discusión y el enfrentamiento político entre moderados y radicales fueron demolidos dividiendo a los antiguos progresistas en dos grandes bloques, que cambiarían la fisonomía política del universo para siempre: los que permanecieron fieles al principio lógico tradicional de servir a la crítica inmanente del sistema y luchar por su progreso y mejoramiento y los que apostaron por destruirlo de raíz para, sobre sus ruinas, construir la utopía clásica, que, de estar al margen de la acción práctica de los hombres y no ser más que un recurso literario, se convirtió en acicate de acción y bitácora de lucha. Justificación y legitimación de la masacre.

El idealismo más puro había enfebrecido a los hombres, las utopías más delirantes lo habían seducido y la tentación del demonio había terminado por infiltrar la conciencia supuestamente libre y pura de la humanidad con la suma de todos los odios y todos los rencores arrastrados por ella desde la enemistad primigenia: el enfrentamiento cainita. La negación absoluta se impuso sobre la negación concreta, la revolución por sobre la reforma. Con lo cual la automutilación había adquirido carta de ciudadanía. Había nacido la izquierda marxista.

Las ventajas de esta última sobre la primera han sido abrumadoras: no prometía mejorar lo existente, tan pleno de imperfecciones, sino erradicarlo. Con todos sus males, sus desventajas, sus promesas incumplidas, sus injusticias y sus abusos. Prometiendo en cambio construir el reino de la perfección. Que Marx, un genio de la prestidigitación nominalista, resumiría en una frase formalmente deslumbrante, pero engañosa y falaz: el comunismo, nombre que le dio a la nueva ideología colectivista, la nueva religión y el nuevo movimiento político: a todos según sus necesidades; de todos según sus capacidades. El abracadabra ocultaba debajo del señuelo de la prestidigitación la esencia de la propuesta jamás aclarada: ¿cuáles serían las necesidades?, ¿cuáles las capacidades de los sujetos del cambio revolucionario?

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No existe una sola frase, en la abundante, densa y consistente obra escrita por Marx y Engels, que haya definido la naturaleza de las necesidades a ser satisfechas bajo el régimen comunista, ni las capacidades que ese régimen espera de los sujetos sometidos a su control y dirección cultural, social y política. Desde la crucifixión de Jesús sabemos cuántas horas es capaz de resistir con vida un individuo sometido a dicha tortura. Y desde las huelgas de hambres tenemos perfecta conciencia del límite de tiempo máximo que es capaz de resistir con vida un hombre privado de pan y agua. Otros alemanes, en Auschwitz y bajo la dirección del doctor Mengele, realizaron con sus víctimas brutales y espantosos experimentos para medir esos límites de capacidad, necesidad y resistencia. Destruidas las pruebas de sus experimentos ante la derrota por los aliados –me refiero a los médicos nazis que sometieron a los judíos a las más espantosas pruebas de resistencia, al frío, al hambre, a las máximas presiones atmosféricas, al envenenamiento por gases tóxicos, etc.– solo podemos conjeturar acerca del potencial de capacidades del hombre sometidos a las leyes de lo que la filosofía llama “la nuda vita”, la vida desnuda.

En cuanto a las necesidades, más allá de las más elementales necesidades a ser cubiertas bajo las condiciones de determinadas circunstancias históricas, como la ropa, el calzado, el alimento y la bebida, ellas son variables sujetas al desarrollo histórico, no un dato abstracto y absoluto. Unas cosas necesitaban los habitantes de las cavernas; otras, los campesinos medievales; otras, los artesanos renacentistas y, desde luego, muy otras, los obreros industriales. Ni Marx ni Engels respondieron a estas cuestiones elementales. Bástenos señalar las circunstancias concretas bajo las cuales han vivido los rusos bajo la dictadura proletaria de Lenin y Stalin, los chinos bajo la dictadura campesina de Mao, los cubanos bajo la dictadura castrocomunista y los venezolanos bajo la dictadura de Nicolás Maduro para hacerse una idea concreta de dichas necesidades.

Lo dicho es tan obvio, tan de Perogrullo, tan evidente, que provoca vergüenza señalarlo. Pues a pesar de haberse comprobado práctica, factual, históricamente que la propuesta de Marx y Engels, el comunismo abstracto, la teoría, y su forma histórica concreta, el socialismo, son una colosal estafa que solo puede ser defendida sobre la ignorancia, el fanatismo y la obsecuencia más enfermiza, como fuera demostrado con la debacle del socialismo soviético, tras setenta años de utopía, aún existen hombres, partidos y gobiernos que no solo insisten en forjar sus actividades políticas sobre tal estafa y provocar espantosas crisis humanitarias, como en la Cuba castrocomunista desde hace sesenta años, en Venezuela, desde hace dieciocho años y en Nicaragua desde esa eternidad inaugurada por el Comandante Cero con la ayuda de los demócratas venezolanos. Hablamos de los tiranuelos imperceptibles, como los denominaba Bolívar, de todas las razas, clases y colores que en medio del caos primitivo que provocan consideran representar los más excelsos ideales de la humanidad. Ante la aclamación de sus pares del mundo que disfrutan de la plena libertad y los lujos de sus democracias, pero agotan sus esfuerzos por destruirlos y aniquilarlos.

Los más utópicos proyectos revolucionarios emprendidos por el hombre solo pudieron sostenerse sobre la represión, la esclavización y la negación más sangrienta de los derechos humanos, pisoteados por tiranos desalmados para dar paso a la utopía. Culminando su periplo convertidos en sostén de regímenes mafiosos. ¿Por qué tras un prontuario tan delictivo aún existen comunistas en el mundo? ¿Por qué reciben la aprobación de importantes sectores de electores, como en Chile, en Brasil, en Argentina, en Colombia? ¿Y también en Europa, como en España, en Francia, en Italia, en Grecia?

Es una incógnita sin respuesta. Tal vez se la encuentre al descifrar los misterios del genoma. De todas nuestras características biológicas ancestrales, tal vez la estupidez sea la única eterna e inmodificable.


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