“Entristece la infeliz Venezuela”, escribió Eduardo Escobar antes de advertir: “Ojalá su desgracia nos sirva a nosotros para curarnos en salud contra esos paradigmas herrumbrados cuya figura mítica fue Castro y que deberían estar en el olvido hace tiempo”. Y concluyó: “Que Dios nos… (ayude) a salvarnos del socialismo del siglo XXI”.

Advertencia necesaria. Importa preguntarse sobre las posibilidades de que la experiencia venezolana se repita en Colombia. ¿Existen aquí las mismas condiciones que le permitieron a Hugo Chávez llegar al poder en 1999 y entronizarse allí con sus camaradas?

Cualquier respuesta exige mirar atrás, y remitirnos a los vaivenes de la economía venezolana en la década de 1980, dependiente del petróleo. Tras un período de bonanza, la caída de sus precios se tradujo en la significativa erosión del ingreso per cápita. Una espiral inflacionaria afectó aún más el poder adquisitivo de los salarios.

Imposible minimizar las dimensiones de la crisis, prolongada hasta la saciedad. La pobreza se disparó, al tiempo que crecían el desempleo y la desigualdad. Después de haber estado “borrachos de petróleo caro” (en palabras del historiador Manuel Caballero), los venezolanos sufrieron una larga resaca sin fin aparente.

Los orígenes y detonantes del problema, sin embargo, fueron más políticos que económicos.

El Pacto de Punto Fijo (acuerdo entre los partidos AD y Copei que estableció la democracia en Venezuela en 1958) tuvo efectos más positivos que el que reconocen sus críticos. No obstante, la osificación de esos partidos altamente jerarquizados, inexpugnables desde adentro, desembocó en la crisis de gobernabilidad que le abrió las puertas a Chávez.

Uno tras otro, AD y Copei demostraron su repetida incompetencia en el gobierno durante la “década perdida” de 1980.

El regreso de Carlos Andrés Pérez en 1989, diez años después de terminada su primera presidencia, simboliza bien dicha osificación. Siguieron los desastres de su segunda administración (incluidos los trágicos episodios del Caracazo y los intentos golpistas del entonces coronel Chávez), que terminaron con la destitución y el enjuiciamiento de Pérez en 1993.

Mayor prueba de osificación política fue la reelección de Rafael Caldera, veinte años después de su anterior presidencia. Caldera les dio, además, la penúltima estocada de muerte a los partidos “tradicionales”, al abandonar el partido que él mismo había fundado, Copei. La última se la dio Chávez, quien, liberado de prisión por Caldera, triunfó en las elecciones presidenciales de 1998 y, rodeado de instituciones sumamente débiles, convocó la constituyente que le sirviera para fundar la república bolivariana.

Tendría que estirarse la imaginación en extremo para encontrar paralelos colombianos a esa larga y agónica crisis múltiple que, en Venezuela, abonó el terreno al chavismo. Problemas aquí abundan, claro. Pero en ninguna de las áreas observadas puede identificarse esa crisis que sufrieron los venezolanos antes del surgimiento de Chávez, ni en sus extraordinarias dimensiones ni en su prolongamiento en el tiempo.

El paralelo más cercano sería la crisis de seguridad, décadas atrás. Pero sucesivos gobiernos hicieron esfuerzos para atender el problema con éxitos de significado. Las tasas de homicidio y secuestro se han reducido. Las FARC han dejado las armas tras el proceso de paz.

Las democracias son sistemas frágiles. Advertencias como las de Escobar son necesarias. Sin embargo, no deben perderse las perspectivas. Por lo demás, sin un Chávez ni un Castro a la vista es casi incomprensible que los temores de “castrochavismo” hayan hecho tanta carrera.


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