No pocos se preguntan cómo es posible que el castrismo, a pesar de ser un sistema dictatorial, responsable de la peor y más larga crisis económica, política y social sufrida por los cubanos, haya podido triunfar más allá de la isla y esté sumiendo a Venezuela, uno de los países más ricos del hemisferio, en la más delirante miseria.

Son varias las razones por las que se ha instaurado este nefasto proyecto. Para empezar es fundamental comprender que se trata de un modelo que en su fase inicial se basa estrictamente en la estrategia de la telaraña. Ese viejo timo tan pegajoso como eficiente donde las presas, luego de que han caído, son depuestas sin que el depredador tenga que esforzarse mucho. Escapar es bien difícil. De ahí que lo principal sea hacer que la presa caiga.

Para que las personas sean cautivas de agonías tales como el castrismo, sus líderes necesitan primeramente conseguir un notable apoyo popular, basándose en el desconocimiento y la desmemoria de los pueblos, la falta de educación e implicación política, las carencias y fallas de sus partidos contrincantes y en votos comprados más con bribonadas que con dinero (aunque en nuestra región los políticos no pierden la mala costumbre de comprar votos, los comunistas y los no comunistas. De ahí que la corrupción siga gozando de tantos adeptos en las Américas, y no solo en la política).

Como hemos visto suceder en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, países del llamado socialismo del siglo XXI, el día en que llegan al poder los presidentes-dictadores afiliados al castrismo (sean chavistas, socialistas, sandinistas o como decidan denominarse) ofrecen demagógicos discursos, mezcla de una empalagosa seda y un finísimo acero, con el que logran excitar a las masas que les apoyaron y hasta crearle tenues esperanzas a quienes no les votaron pero no conocen del todo sus oscuros mecanismos. Pero paralelamente, en ese mismo instante, comienzan a desatar su maquinaria corrupta, infame y profundamente antidemocrática. Como les enseñara Fidel Castro: “Sin prisa pero sin pausa”.

El esquema a seguir es tan claro como perverso: extorsionar las libertades civiles a cambio de simuladas promesas de igualdad, satanización y confiscación de los medios de comunicación, expropiación de las grandes compañías, corrupción empresarial, coimas, favoritismos, desvíos de recursos, coerciones. Aumentan el gasto público con el propósito de expandir los poderes del Estado y sus trabajadores –cuya cifra aumentará desorbitadamente– serán perennemente chantajeados a profesarle lealtad absoluta al régimen con supuestas prebendas que en realidad no son más que estafas, bombas de tiempo.

Es preciso borrar el pasado y lo borran. Es necesario inventar una nueva historia y la inventan. Pueden llegar incluso a cambiarle el nombre al país, la bandera, alterar el uso horario y por supuesto –este es un cambio esencial que no demoran en conseguir– encoger las garantías democráticas de la Constitución. Y así no paran de cambiar, siempre para peor, “todo lo que sea necesario cambiar” en beneficio de su despótico proyecto siempre “en nombre del pueblo”.

La propaganda oficialista y las noticias falsas a favor del Estado salvador y todopoderoso también crecen paulatinamente hasta llegar a dominar los medios las 24 horas del día. Dicen que la voz del Estado es la voz del pueblo. Y el “imperialismo yanqui” no puede faltar como el mayor de los enemigos, el más oscuro de los males.

Los altos mandos militares son comprados con todo tipo de favores y posiciones económicas en las que la corrupción no será un obstáculo. El ejército también es ideologizado a favor del régimen (en esto presionan lo más posible: en Venezuela una gran parte de la Guardia Nacional lo está, mientras que en Ecuador ha sido más difícil lograrlo). Pero el propósito es el mismo: que las fuerzas militares y la policía sirvan no como defensores de la nación y controladores del orden sino como gendarmes de la dictadura y que no duden en reprimir a su gente “en nombre de la revolución” cuando sean convocados para ello por el máximo líder.

La revolución es lo primero y lo más grande. La revolución es el Estado y el Estado lo es todo. Y todo lo que esté en su contra es nada. Debe ser convertido en nada y para ello es necesario que todas las fuerzas represivas –y las paramilitares, que no pueden faltar en este esquema– estén adoctrinadas. Listas para la eterna batalla contra la libertad, la democracia, los derechos humanos, la institucionalidad.

Detrás del telón ideológico, y con estas fuerzas plegadas a su favor, está la verdadera orgía del poder: la corrupción uniformada, el clasismo más vulgar, la criminalidad vestida de justicia social, la eterna manipulación, el racismo, el odio y la guerra contra todo lo que pueda desestabilizar los andamios del régimen, es decir: cualquier defensa de las expresiones de la sociedad civil.

El momento más grandioso para cualquier dictadura es la abolición de la separación de los poderes públicos. Ahí es cuando la democracia se cae de rodillas, la libertad se empequeñece y la civilidad es herida de muerte con las más pedestres consignas.

Para algunos el exilio se vuelve la puerta hacia la única salvación posible. La resignación hace su labor en los que se quedan, que es la inmensa mayoría. La delincuencia aumenta velozmente, se hace congénita. También crece la lista de “enemigos internos de la revolución”. Muchos no tardan en ser presos políticos por supuestas traiciones patrióticas y delitos improvisados en manos de los arquitectos del mal de la policía política, sobre todo los líderes de la oposición, que intentarán maniatar con todo tipo de amenazas.

Se incrementan las miserias: las materiales (por la incapacidad del sistema para generar riquezas y su natural disposición de repartir únicamente la pobreza) y las humanas (por la expansión de las carestías y el ocaso de la moral). Y para completar el aquelarre social, la verdadera cultura nacional se vulgariza y sus subproductos, junto a los pálidos ecos de la revolución, se entregan a la multitud como banderas y caminos al éxito. Los ideales sufren, son despreciados, acusados de todo lo contrario, se descomponen, mutan, sobreviven. El pensamiento libre es un difícil enemigo de las dictaduras y tratarán de reducirlo a la mínima expresión.

El castrismo embiste en todas direcciones. Sus adversarios políticos, los internos y los externos, son señalados como bacterias a las que hay que censurar y satanizar con ese epíteto infernal, que se instala en el centro de la propaganda oficial y que no dudan en hacer llegar lo mismo a escuelas primarias y barrios que a universidades: “Los enemigos del pueblo y de la revolución”.

Pueblo y revolución confluyen en el velado mensaje del máximo líder y todos los que caigan en esa red macabra se convierten en apestados y deben ser exterminados. Los adversarios son sencillamente enemigos. La violencia y el terror quedan implantados por decreto. Disentir, pensar es también un delito. Lo mismo ocurre con la menor de las críticas que pueda resultar riesgosa para la permanencia –ya sin grandes contratiempos– del régimen.

Minimizar al hombre es la meta. Impedir que el individuo saque la cabeza por encima de la multitud. Hambre, represión, cansancio, desesperanza, aislamiento, adoctrinamiento, doble moral, miedo, autocensura, psicosis colectiva, eutanasia nacional.

Llegado este momento hay tanto ruido que las verdades no se escuchan o se escuchan muy mal. La gritería no solo agobia a la nación en crisis sino que también distorsiona el entendimiento de la comunidad internacional, que tampoco es que preste demasiada atención, a veces incluso viendo las barbas de su vecino arder.

Entretanto, los barrotes de la cárcel totalitaria se van sembrando cada vez más. Unos los ven con facilidad. A otros les cuesta más trabajo. Y hay quien no se entera nunca de lo que realmente sucede, siquiera siendo devorado por el dulce veneno de la araña.

La estrategia de la telaraña es cardinal para el castrismo. Es parte de su esencia engañosa. Más que curioso resulta simbólico que algunas sedas de estos depredadores puedan ser tan resistentes como el acero. Algo en lo que las personas caen en cuenta cuando ya se han convertido en presas. La seda del castrismo sigue siendo pegajosa, pero la crisis en Venezuela le ha hecho perder viscosidad. Por suerte ninguna telaraña es eterna: con el tiempo todas pierden su poder adhesivo y no sirven para seguir cazando. Esa es la buena noticia. Y debemos aprovecharla.

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