¡Cuántas definiciones del chavismo se han dado! Se ha dicho que es la versión más acabada del populismo latinoamericano, que es una copia del castrocomunismo cubano, que es la continuación agravada del bipartidismo adeco-copeyano y del sistema rentista y clientelar que estos partidos representaban, etc.

Ciertamente, el chavismo es un poco de todo eso, pero en su esencia más rancia es la expresión del militarismo tradicional venezolano. Luego de cuarenta años de gobiernos democráticos (1958-1998), los únicos en la historia de Venezuela, el chavismo restituyó la hegemonía militar de la casta que se apropió del país desde el momento mismo de su independencia, impidiéndole al sector civil asumir el rol que le correspondía en la conducción democrática del país.

Desde su nacimiento, con el golpe militar fallido del 4-F de 1992 y su posterior ascenso al poder de mano del teniente coronel Hugo Chávez en 1998, el chavismo ha sido la manifestación fidedigna del militarismo ancestral que ha gobernado este país por 167 de los 207 años de vida independiente. El militarismo ha sido la cara visible de la nación venezolana en 80% del tiempo de su vida como país independiente y soberano.

La esencia militarista del chavismo se manifiesta claramente en su autoritarismo, su culto por el jefe militar que lo parió, su continuismo en el poder por medios ilegales, su intolerancia a toda crítica, su atropello a los medios de comunicación, su autismo ante las demandas ciudadanas, su brutalidad reprimiendo las manifestaciones opositoras, su irrespeto a la Constitución y las leyes y el trato privilegiado que otorga a las fuerzas armadas, a las que favorece por encima de todos los otros sectores de la nación.

La condición militarista del chavismo es el rasgo que la oposición menos ha evaluado, condenado y combatido. No obstante, el manejo apropiado de ese elemento era (y sigue siendo) el factor más importante para la formulación de una estrategia de lucha exitosa contra el régimen, porque con una dictadura militar es inútil dialogar y no se le puede vencer mediante procedimientos legales y democráticos, como los procesos electorales y los referendos revocatorios, sobre los cuales la dirigencia opositora ha centrado su acción. La historia reciente lo demuestra.

Las últimas elecciones celebradas en el país (asamblea nacional constituyente, de gobernadores, alcaldes y presidenciales) fueron convocadas, unas atrasadas, otras adelantadas y todas manipuladas descaradamente, porque el gobierno sabía que las ganaría, pues todas las encuestas de opinión predecían una gran abstención de la oposición. Esa abstención fue inducida por el gobierno mediante acciones ilegales y argucias de toda índole que hicieron inaceptables, para la inmensa mayoría de la oposición, las condiciones impuestas. Ese contexto de arbitrariedad y abuso fue repudiado por todos los países democráticos del mundo, los cuales terminaron desconociendo públicamente sus resultados. De esa forma, ante el país y el mundo, los funcionarios electos en esos comicios, incluido el presidente de la República, carecen de legitimidad para el desempeño de sus cargos. Pero si la oposición, evadiendo todas las trampas, hubiera votado y ganado las elecciones, estas hubieran sido impugnadas por el gobierno o anulados, de alguna forma, sus resultados, como ocurrió con la Asamblea Nacional electa en 2015 con una mayoría de dos tercios favorables a la oposición.


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