Recientemente, el régimen dictatorial venezolano ha anunciado otra medida de esas demagógicas e increíbles a las que nos tienen acostumbrados. Se trata del “carnet de la patria” y “sirve”, según el eterno gobierno, para obtener ciertos beneficios. Quienes obtengan este carnet, por ejemplo, podrán obtener la gasolina a un precio más barato que quienes no lo tengan.

Dicho esto, la solución parece sencilla: obtener el carnet de la patria. Sin embargo, mientras más lo pienso, menos apruebo la idea. La medida huele a chantaje. Si no te adaptas a las medidas del gobierno, no se te trata como a un ciudadano de a pie, sino como a uno de segunda, y si te atreves a rebelarte, de tercera. Acaba la igualdad ante la ley, requisito básico para cualquier nación que se respete, y comienza la tiranía y la servidumbre, entre voluntaria y obligada, de algunos ciudadanos que creen que vale la pena caer en las trampas de la dictadura para no perder el poco nivel de vida que les queda. Desde la perspectiva del gobierno, no es una mala idea. Control social, sobre todo hacia los más pobres, que al no poder pagar precios demasiado caros, deciden caer en la tentación y permiten que el gobierno les diga qué deben hacer bajo la amenaza de dejarles, prácticamente, sin nada. Crean una relación de dependencia que les mantiene en el poder o, al menos, les asegura una gran probabilidad de que los más necesitados no les obstaculicen en la creación de su distopía socialista.

Esta clase de control es común en todos los países en los que se destruye, completa o parcialmente, al sector privado. Al no tener “oportunidades” más allá del sector público, la única alternativa que le queda a la mayoría es venderse al diablo y sostener, sin quererlo y sin mala fe, a sus propios represores. El gobierno autoritario busca una ciudadanía dócil y sumisa. No le interesa establecer las condiciones necesarias para que el talento de los gobernados florezca, sino sacar el máximo beneficio a costa suya.

Lo peor es que, con este tipo de políticas, los ciudadanos acaban creyendo que realmente necesitan la regulación del Estado para conseguir lo que desean. Entre los liberales se suele contar un chiste que quizá ilustre correctamente lo que digo: “Si le diéramos al Estado la producción de coches, en diez años la gente pensaría que si el Estado no se ocupara de fabricarlos, no habría coches”. Parece ridículo pero, francamente, creo que ocurriría con toda probabilidad. ¿No somos ciudadanos libres e independientes? ¿Para qué tener al Estado como un padre? Hay una diferencia entre que el Estado asista mínimamente a los ciudadanos y que los ciudadanos asistan al Estado como si fueran sus siervos.

Por otro lado, me alegra que gran parte de la sociedad venezolana haya aprendido a identificar esta desastrosa política como un instrumento de control social al servicio del gobierno. Es una cualidad que deberán utilizar también en democracia, ya que la elección de una mayoría no garantiza la libertad. Veamos el caso de México con López Obrador, de Grecia con Tsipras, de España con Zapatero o de la mismísima Venezuela la última vez que votó de forma democrática, hace tanto tiempo. Por algo se empieza y hay una ciudadanía despertando de la matrix paternalista y dispuesta a luchar por defender lo justo. Dispuesta a llevar a Maduro y su gobierno al tribunal de La Haya por delitos de lesa humanidad. Dispuesta a protestar sin descanso. Dispuesta a conseguir un mejor país y a no dejarse ningunear por ningún gobierno que intente engañarles con cortinas de humo, ya sea con el “carnet de la patria” o con otra insostenible medida. Credibilidad cero a una dictadura. Credibilidad cero a los traidores. Nadie puede controlar a los ciudadanos de esa manera legítimamente, pero legítimamente recuperarán los ciudadanos su libertad.


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