El 10 de enero se anunció el comienzo del segundo mandato de Nicolás Maduro. Ese día el presidente del TSJ, Maikel Moreno, visiblemente nervioso, como si en el fondo se supiera envuelto en una equivocación, le tomó el juramento, cerrando así un episodio objetado, tanto dentro como fuera del país.

No hubo “fair play”

Objetado, digo, porque los comicios presidenciales efectuados el año pasado transcurrieron, desde el momento mismo en que fueron convocados, en abierta contradicción con las normas legales vigentes en Venezuela, reflejo del manual universal que rige las elecciones democráticas. En suma, estuvo ausente el “fair play” y por tanto las elecciones no fueron tales, según puede verse, por ejemplo, en el informe elaborado por el Observatorio Electoral Venezolano (OEV), disponible en su página web.

Por otro lado, no obstante haberse tratado de un proceso claramente diseñado a la medida del interés gubernamental, las cifras anunciadas por el CNE mostraron un respaldo minoritario para la reelección de Maduro, dejando ver que 7 de cada 10 venezolanos con derecho de sufragar no sufragaron por él, a la par de que se registraba la más alta abstención en varias décadas para unos comicios presidenciales (54%).

Como consecuencia de lo anterior, Nicolás Maduro no solo resultó ilegítimamente nombrado presidente, sino que encima obtuvo un apoyo político precario que obviamente multiplica el peso del sector militar en lo que se refiere a su permanencia en el poder.

Un discurso que borró la crisis

Haciendo caso omiso de lo anterior, Maduro acudió a la ANC, presentó su Memoria y Cuenta, armada en torno a un relato difícil de creer. Resalta en este sentido el haber escondido la crisis que afecta la esencia de nuestro andamiaje como sociedad. Apenas la rozó en su discurso y fue solo para lavarse las manos y culpar de la misma a los “enemigos de la revolución bolivariana”, según el consabido cliché con el que se despachan todos los problemas. Ignoró, en suma, las irrefutables evidencias que perfilan un país cada vez más desestructurado, consecuencia de una gestión política y administrativa desatinada y muy poco honesta.

Pero casi más grave que lo anterior fue el hecho de que en su alocución Nicolás Maduro haya propuesto un programa de gobierno delirante, concebido desde la magia, con sombrerito y conejo, cuyo dibujo final es un futuro irrealizable, plasmado en un conjunto de insólitos objetivos, salpicados de frivolidad ideológica, varios de ellos, por cierto, barajitas repetidas desde el año 2104.

No queda duda después de su intervención en la ANC, que, por cierto fue disciplinadamente aplaudida por los diputados, de que el nuestro es un país que anda mal, en el que las angustias de la vida cotidiana asoman como destino probable para una cantidad cada vez mayor de sus ciudadanos.

¿Un país de mejor ánimo político?

Pareciera, ojala uno no esté equivocado, que lo ocurrido el 10 de enero hizo un click –un punto de inflexión, preferiría decir un experto– en la política nacional, dominada en los últimos tiempos por el escepticismo y el desánimo, propiciados, desde luego, por el desengaño con respecto al voto, pero aún más por la notable devaluación del proyecto chavista y el desdibujamiento de la alternativa representada por los sectores opositores. Luce que, a partir de ese día, pudiera estar comenzando el regreso a la política, al tiempo que se disipa gradualmente la sensación que se tiene de la sociedad como callejón sin salida. Luce, así pues, que gana terreno, la idea de construir, sin caudillos y sin esperar milagros, una ruta para ir sorteando los enormes obstáculos que se tienen, y redefinir, elecciones mediante, el horizonte del país.


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