Fue Luis Désiré Véron, médico, editor, escritor, director de la Ópera de París y gastrónomo consumado, el último cliente de un prestigioso restaurante de la capital gala que cerró sus puertas en 1856, cuyos faisanes trufados a la Santa Isabel recordaría hasta el día de su muerte. Así lo manifestó al chef y así lo cuenta Néstor Lujan, periodista y cosmopolita trotamesas catalán en su introducción a un opúsculo sobre cocina francesa, en la cual leemos una descripción del buen doctor atribuida a Heinrich Heine: «Un tipo entre heroico y cómico, mitad Sancho Panza, mitad Sganarelle». Es difícil endosar la cruza del escudero aspirante a gobernar una fantasiosa ínsula, imaginado por Cervantes, y el aporreado leñador devenido en galeno de Molière (El médico a palos) a quien tenía por consigna «padecer de una falta absoluta de privaciones». ¡Qué envidia!

Reflexionaba sobre la incongruencia entre la «epicúrea petulancia» del operático bon vivant y el retrato escrito por el poeta germano e inevitablemente –simple asociación de ideas– terminé cavilando en torno a cómo el redentor de Sabaneta se empeñó en cuadrar el círculo y articular su accionar de marabunta con la epopeya emancipadora, confiscando o modificando el pasado –y sobre todo fabulando la imposible búsqueda del tiempo perdido por administraciones anteriores a su ascensión–, a fin de sentar las bases de un nostálgico, hiperbólico y falaz discurso en torno a un quimérico ayer, sustento emocional del culto a su personalidad, rayano en veneración religiosa. No fue Chávez el único ni el primero en adulterar la historia. Es argucia consustancial al populismo. De izquierda o derecha, lo mismo da. Claramente lo percibió el músico, dramaturgo y cineasta argentino Enrique Santos Discépolo cuando compuso, para la banda sonora de la película El alma del bandoneón (Mario Soffici, 1935), un tango fundamental, “Cambalache”, en el que lamentaba cupiesen en un mismo saco Stavinsky, falsificador y estafador francés; don Bosco, santificado fundador de los salesianos; don Chicho, capo mafioso rosarino de nombre Juan Gallifi; Primo Carnera, boxeador y sedicente defensor de su propia causa, la del Duce y la de toda Italia; la Mignon, amante tarifada de ocasión, y, para amalgamar la mezcolanza, dos militares ilustres: Napoleón y San Martín. No por casualidad, la dictadura encabezada por el general Videla, entronizada en la Casa Rosada a raíz del brutal golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, recomendó a los medios radioeléctricos inhibirse de difundirlo. ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!

A Enrique Jardiel Poncela debemos una lapidaria definición de dictadura: «Sistema de gobierno en el que lo que no está prohibido es obligatorio». Y viene a cuento a propósito de las impertinentes declaraciones de la administradora del casino electoral, invocando leyes inexistentes para amedrentar a quienes se han decantado por la abstención y lo proclaman haciendo uso del «derecho de expresar libremente sus pensamientos, sus ideas u opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura», tal lo establece el artículo 57 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Le importa un pepino ese detalle a la funcionaria. Recibe y acata órdenes del ejecutivo y no le ruboriza exponer su temor al fiasco. El voto no es obligatorio. Lo sabe ella de sobra, y no pueden promulgarse normas contrarias a la letra y el espíritu de la carta magna. Amenaza con cárcel a quienes «desestimulen el sufragio», a ver si caemos por inocentes. El miedo es libre.

Un exceso de falta de coraje no puede justificar violaciones de prerrogativas ciudadanas. Por ello, en su editorial del pasado miércoles de incipientes protestas y desproporcionada represión de parte de los custodios del continuismo –“El juego sucio del árbitro”–, El Nacional tildó de estupidez la majadera advertencia de la facilitadora de madrugonazos. Mas esa estupidez puso de bulto la singular lectura e interpretación roja del trabajo de Marshall McLuhan, el teórico comunicacional que acuñó el concepto de «aldea global» y la frase «el medio es el mensaje». A los órganos propagandísticos del régimen les inquieta y molesta la globalidad, pues, impide la total idiotización ideológica de una nación poblada, en sus delirios dogmáticos, de hombres nuevos resignados a malvivir con base en el ayuno de penitentes o a una dieta de fakir muy distinta a la del Dr. Véron. Pero, a Maduro, incombustible ante los reparos internacionales –¡Yo soy yo y no me parezco a nadie!–, le importa un carajo lo que más allá de nuestras fronteras se piense de él y su deplorable gestión. En el aforismo, convertido en frase hecha por exceso de uso (abuso), el medio fue sustituido por su anagrama miedo. El miedo es el mensaje, y hoy la innombrable cantadora del bingo comicial oficiará de mensajera del miedo.

De muchachos nos divertíamos escribiendo mensajes secretos con jugo de limón a modo de tinta invisible. También descifrando claves y jeroglíficos elementales. No es tarea ociosa actualizar esas habilidades incrustadas en algún escondrijo de la memoria para dificultar el chivateo a sapos, acosadores, fisgones, delatores y soplones –patriotas cooperantes en jerga chavista– adscritos a los servicios bolichavistas de espionaje –llamarlos de inteligencia sería pecar de indulgentes–, monitoreados por la Gestapo cubana identificada con el criptónimo G2, y tomarles el pelo con mensajes velados, furtivos o subliminales, cual el intencionalmente deslizado en estas líneas.

Están rodando los dados sobre la mesa electoral. Dados cargados de malos presagios, porque, si no hay quien esgrima razones ajenas a la voluntad del tahúr que ejerce de croupier, favorecerán, de acuerdo con lo previsto, al patrón de esta timba que alguna vez fue país y sus instituciones, perfectibles, no eran galleras como la comunera anc, el tsj y la ristra de organismos al servicio del mandamás que no merecen capitulares ni siquiera cuando se les designa con sus iniciales. Alea iacta est exclamó Julio César cuando decidió cruzar el Rubicón. Los que aquí traspasaron los límites de la paciencia colectiva para continuar manguareando a costa del tesoro público no saben de latines; no les vendría mal pasearse por las páginas rosadas del Pequeño Larousse y cuando caiga el telón y escuchen a alguien proferir Acta est fabula!, en lugar de ¡nos jodimos!, comprendan que la farsa concluyó y se acabó lo que se daba. Se les recordará, si acaso, cuando la bicha sea expuesta a precios de liquidación en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches. ¡Dale nomás, dale que va, que allá en el horno nos vamo’ a encontrar!

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