La fotografía no ayuda a la memoria, es mi experiencia en Caracas. Habiendo sido una ciudad en eterna demolición-construcción la tarea es difícil para el parroquiano maduro. No basta levantar el brazo y señalar: “Allá hubo una farmacia, aquí funcionó una frutería, en la esquina estaba la zapatería de Pepino, peleón y siciliano”. Las pocas referencias que quedan desaparecen con cada anochecer, como los trabajos, las medicinas y los amigos que entregan armas y bagajes y se van.

La orgullosa metrópoli que olvidándose de los peatones levantaba rascacielos endemoniados y audaces distribuidores en inmaculadas autopistas ha devenido en una aldea de canallas, en la que sin anuncio aparecen dos o tres cuadrillas de obreros con sus buldóceres y su retroexcavadoras y tumban quintas y convierten en tierra yerma cualquier recuerdo o relámpago de la memoria. A veces levantan edificios de oficinas o apartamentos que se llenan de nebrina y hollín sin que nunca se escuche el llanto de un bebé o las risas de dos hermanitos compartiendo travesuras, pero casi siempre desaparecen a mitad de faena y dejan el enorme hueco, tan enorme como la peor desilusión.

Son dos ciudades, dos arquitecturas, dos fracasos. Quizás tres, con la fantasma. A un lado, la obra limpia, calculada y ejecutada milímetro a milímetro, sin dejar nada al azar ni a la improvisación. Al otro, las camisas sin planchar, los zapatos sin betún y el aliento de alcohol viejo y mal bebido que deja muros torcidos, frisos mal acabados y paredes abombadas. Los apartamentos son gavetas para meter pobres, Fruto Vivas, con meros postigos; con cuartos en los que no cabe la cama, cocinas sin tomas de gas ni de electricidad y pisos tan ásperos que rompen los zapatos. Sin tomar en cuenta, Farruco Sexto, la salida del sol ni el paso del viento para hacerlos más frescos. Nada. Un simple negocio, una mordida, un cúmulo de desgracias humanas.

Han desparecido las boticas, los molinos de maíz, las areperas y las ventas ambulantes de parrilla que ofrecían carne gorda olorosa y un picadillo de yuca fría debajo de una espesa capa de salsa de tomate y dos ajíes machacados; también los chicheros —¿blanca, de ajonjolí o ligada?—, las areperas y los botiquines de mala muerte. Estamos huérfanos de ciudad y de recuerdos. Se han secado los árboles, las fachadas muestran sus caries y descascaradas se caen a pedazos; han desaparecido las caimaneras de pelotica de goma de los muchachos de la cuadra. Se fueron, los mataron, están en algún ajuste de cuentas o escarbando la basura más allá de las Torres de El Silencio. Les da pena. Las calles se quedaron solas y oscuras, aunque sea mediodía. No hay sonrisas ni ojitos esperanzados. Sobra la mugre, el desinterés, la codicia. Han sellado las puertas de la ilusión

Los escasos peatones van despacio, con la mirada fija en el camino, en las aceras derruidas y eludiendo los charcos de aguas negras, pero no hay agua qué tomar ni para bañarse ni para lavar la ropa. En la esquina un altavoz llama a obtener el carnet de la patria y a ponerse al día en las tareas del partido, a colaborar con las unidades de batalla y a fomentar el trueque, a integrarse en las unidades de producción socialistas, a las siembras urbanas y a las misiones, a la construcción de la patria bonita, a torcerle el pescuezo al capitalismo, a la explotación del hombre por el hombre, a derrotar el imperialismo yanqui, un tigre de papel tualé, Luis Britto García y Earle Herrera.

No hay servilletas ni papel periódico ni hojas para los poetas, Gustavo Pereira. La batería del teléfono cuesta mucho más que un salario mínimo y hasta sobrepasa del bono de carnaval, pero ya hablan de otro ajuste para contrarrestar la guerra económica. En todos los canales dicen lo mismo, todos repiten el programa ayer y lo repetirán mañana. No falla. Nadie habla de comida ni de problemas ni de muertos, tampoco de tumbas profanadas ni de hospitales inservibles. Todo es perfecto en Venezolana de Televisión y en las otras televisoras. El mundo feliz. Sin sorpresas. Nada que comprar, no hay efectivo.


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