En Venezuela no hay democracia. La anterior conclusión, ignorada a conveniencia por algunos, viene soportada, como mínimo y por razones de espacio, con tres métricas externas, tan profilácticas como objetivas.

La primera es el Índice de Democracia, realizado por la Unidad de Inteligencia de la prestigiosa revista británica The Economist. La métrica califica y coloca la democracia en 4 rubros taxonómicos: democracia plena, democracia imperfecta, regímenes híbridos y regímenes autoritarios. De acuerdo con el Índice de Democracia 2017, Venezuela es un régimen autoritario desde el año 2015. En consecuencia, se ubica en el extremo opuesto del concepto y praxis de democracia plena.

La segunda es el Índice de Freedom House de la organización no gubernamental del mismo nombre, índice función de dos variables: los derechos políticos y las libertades civiles. De acuerdo con este índice Venezuela es un país “No Libre” a partir del año 2016. Freedom House reporta que las condiciones democráticas han empeorado notablemente en los últimos años debido a la concentración del poder en el ejecutivo y a la represión de la oposición. Luego del triunfo de la oposición en las elecciones legislativas de 2015, los poderes del Parlamento fueron restringidos por un poder judicial politizado, y en 2017 el Parlamento fue remplazado por una nueva asamblea nacional constituyente que sirve a los intereses del ejecutivo. La corrupción gubernamental es omnipresente y la aplicación de la ley ha demostrado ser incapaz de detener el crimen violento. Las autoridades han restringido las libertades civiles y capturado y procesado a los opositores sin tener en cuenta el debido proceso.

La tercera y última métrica es el Índice de Estados Frágiles (antes Índice de Estados Fallidos) de la organización no gubernamental Fund for Peace. Este índice es función de indicadores ubicados en tres grandes bloques: Indicadores Sociales, Indicadores Económicos e Indicadores Políticos y Militares. Para la versión 2018 del índice, Venezuela se ubicó en el puesto 46 de los países más frágiles en una muestra de 178 países del mundo. De hecho, y tal y como lo denota el índice, Venezuela acentuó su tránsito hacia la fragilidad en el año 2013, en que Nicolás Maduro tomó el poder.

Según el prólogo que hace Rafael Tomás Caldera al libro de Francisco Plaza, El silencio de la democracia (Los Libros de El Nacional, 2011), la democracia va más allá de una forma de elegir a los gobernantes: es una forma de vida alimentada por la convicción del valor de la persona humana –de cada persona–, respetuosa de sus derechos, orientada a la realización de la justicia y el bien general. Una forma de gobierno, también, en la cual la fuerza se somete al imperio de la Ley (con mayúscula), las armas se someten a la virtud cívica.

El libro de Francisco Plaza tiene 6 capítulos y en el último diserta sobre cómo resistir y traducir tal resistencia en lucha política. En primer lugar, y como seres humanos y ciudadanos, tenemos que vivir la verdad. Y vivir la verdad en actos de resistencia significa admitir de una buena vez que la hemos perdido: no tenemos democracia. El gobierno tiene el control total de todas las instituciones, utiliza indiscriminadamente los recursos del Estado para fines particulares y viola continuamente, con notoriedad y saña, todos los derechos ciudadanos.

El tema es que, además del gobierno por razones de legitimación, ciertos políticos de la oposición, en función de su cálculo político, necesitan los procesos eleccionarios de la democracia. El cálculo político es la estimación premeditada de la ganancia personal procedente del apoyo, o falta de él, en posiciones de política pública. Subrayo aquí el adjetivo personal.

Eso que llaman oposición solo tiene sentido en democracia: al no haberla, la oposición es una farsa si no se transforma en resistencia. Por eso y como mínimo, es una insensatez (falta de buen juicio, de prudencia y madurez) pedir garantías para participar en procesos eleccionarios que no son tales y, peor aún, participar y luego gritar que hubo fraude.

En segundo lugar, y según Francisco Plaza, vivir la verdad es el sinónimo y la traducción de la acción política: es a los partidos políticos a los que corresponde, con su propio testimonio, preparar a la gente para esta disposición existencial a vivir la verdad. Es por eso que la actividad política en un sistema totalitario como el nuestro no puede concebirse como oposición sino como resistencia al régimen.

Entonces, ¿cuál debería ser el proyecto político de la oposición convertida en resistencia?

En palabras del propio Francisco Plaza: no puede ser otro que resistir el proceso de dominación total del régimen, develando permanentemente la mentira a través del testimonio de la verdad que se descubre al vivir conforme a la conciencia.

Una condición necesaria para hacerlo es aceptar que no tenemos democracia y abandonar, de una buena vez, el cálculo político.

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