Lo mejor de las radioemisoras comunitarias es su falta de programación que las obliga a repetir una y otra vez no solo la música, sino todo lo que puede ser considerado “contenido”. Afortunadamente, uno a uno han ido desapareciendo los filósofos de micrófono, presuntos “profesores”, “sabios de esquina” y demás sucedáneos que desde la emperigotada Radio Nacional hasta la plebeya YVKE Mundial, “de la mano con el pueblo”, sentaban cátedra sobre las luchas populares, el Estado comunal y todo lo que les oliera a utopía y progresismo.

Mientras esperaba que el barbero se desocupara me dediqué a escuchar a uno de esos, pero “importado”. Un argentino que, por lo que dijo, se dedica a recorrer el continente para compartir sus experiencias de vida con los oyentes, que siguiendo la matriz cubana denomina “usuarios” y “usuarias”. Su morral de ideas es bastante anémico, pero lo contrarresta con un montón de aplausos grabados que insurgen cada dos frases. Ego. En la reláfica que me tocó escucharle contó cómo el pueblo boliviano se salvó de la comida chatarra que aquí en Venezuela anuncia, sin duda, la periodista Maripili Hernández en otra emisora.

Contó el sureño, casi en clave de milonga, que gracias a esa derrota infligida al imperialismo del fast-food, los bolivianos seguían consumiendo sin apuros sus platos tradicionales, cerca del fogón y en familia. Qué fácil. Me imagino que si la directiva de la emisora comunitaria tuviera acceso a divisas invitaría al susodicho para que le cuente al mundo cómo, con el cierre de Alimentos Kellogg, el venezolano se olvida del imperialista Corn Flakes y de las Zucaritas y vuelve a desayunarse con arepa de maíz pilado, caraotas refritas, tropezones de cochino frito, queso llanero rayado y café recién colado, sin apuros ni gallos foráneos que lo despierten antes de tiempo.

Fuera del estudio de grabación y lejos de los aplausos a discreción, el cuentacuentos argentino, seguramente de Rosario, tendría mucho qué contar si viniera a Venezuela y su compromiso fuese con los olvidados, como proclama. Desde la primera toma de tierras productivas, pasando por el exprópiese de la plaza Bolívar, la destrucción salvaje de la finca de Diego Arria, el asesinato de Franklin Brito, la matanza del ganado del hato El Frío, el cierre de las empresas transnacionales, la “inversión” en los helados Copelia y la venta de aceite de palma africana como inocuo aceite vegetal, no hablemos de la reestatización de las empresas básicas de Guayana, los venezolanos se han autoinfligido derrotas sucesivas e inconmensurables. Se han quedado sin trabajo y sin comida en la mesa, sin cerveza y sin whisky, ay, Claudio, sin vida, pero Diego Armando Maradona tiene carnet del PSUV y recibe su mesada por cientos de miles de dólares.

Con cada estropicio han contado una leyenda. Expropiaron Café Madrid y Fama de América y los trabajadores aplaudieron. Creyeron que serían los administradores, que la propiedad pasaba a sus manos, pero burócratas, enchufados y buenos para nada se ocuparon de la gerencia y los trabajadores no recibieron la plusvalía prometida, esa que dice Marx que se pierde cuando se arrienda la fuerza de trabajo a un capitalista y que en socialismo es para el bien. Cero. Quebraron Café Madrid igual que Pdvsa, Sidor y Lácteos Los Andes; convirtieron en tierras desérticas el tramo de los valle de Aragua entre Tejerías y Maracay que antes eran de caña de azúcar. Jaua y Loyo prometieron pimentones, tomates y apio. Gastaron cientos de millones de dólares en invernaderos que no sirvieron porque no tomaron en cuenta la dirección del viento ni el rumbo de la historia.

Han sido veinte años de cuentos que constituyen una terrible historia de terror, penurias, crímenes, mentiras y odio, pero la presentan como un cuento de hadas, “con la mano extendida llena del amor que les brota del fondo del corazón”. Los experimentados recomiendan leer las letras chiquitas, esas que como en el Kamasutra advierten a los occidentales qué posiciones, o cuentos, no son actas para seguir viviendo. Cerrado por cambio de cono monetario.


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