“La renuncia a montar caballo es un sacrificio aún más penoso: una fiera no pasa de ser un adversario, pero el caballo era un amigo”, confiesa el emperador Adriano en sus memorias tejidas por la escritora Marguerite Yourcenar. Prosigue Adriano: “Mi caballo reemplazaba las mil nociones vinculadas al título, la función y el nombre, que complican la amistad humana, por el único conocimiento de mi peso exacto de hombre. Participaba de mis impulsos; sabía exactamente, y quizá mejor que yo, el punto donde mi voluntad se divorciaba de mi fuerza. Pero ya no inflijo al sucesor de Borístenes la carga de un enfermo de músculos laxos, demasiado débil para montar por sus propios medios”.

Con estas palabras, Adriano refleja su impotencia y melancolía frente a una vida que languidece, que en cualquier momento se extingue ante el instante que ordene la detención de su corazón ya marchito. Atrás quedaban las andanzas por parajes desconocidos, las conquistas de lugares insospechados, la fuerza que rodea a todo hombre de poder.

La vida es efímera. Demasiado corta para acometer todos nuestros proyectos y surcar una travesía que a menudo se nos presenta insondable. Pero la muerte nos llega a todos, y ello incluye también a los hombres que detentan el poder. Tal vez la finitud de la existencia se presente como uno de los misterios más complejos: el devenir después de la vida. Si existe o es una mera tentativa de nuestro imaginario.

A los hombres de poder, sin embargo, a menudo los nubla la ceguera de la aparente inmortalidad. Creen que siempre estarán allí, aferrándose a la fuerza de su mandato y a la posibilidad de someter con su mano inclemente a todos aquellos que se atraviesen en medio de su camino a la fortuna.

Adriano nos recuerda que la vida tiene un fin, y que a menudo su recorrido es informe. Que el mismo emperador que conquista tierras sucumbe en su vejez ante las olas inclementes que en otro tiempo hubiera nadado con pleno vigor. Que aquel hombre que en un tiempo disfrutaba de banquetes opíparos, en su debate existencial que cada día oscurece a duras penas mastica el fruto seco de un árbol.

De este modo, en su larga epístola a Marco Aurelio, Adriano intenta advertirle a su sucesor cómo debe gobernar. Le recuerda que el hombre es falible, imperfecto, pleno en irregularidades. Que no se puede transitar por el camino de la arrogancia y la soberbia, incluso dominando un imperio o el mundo mismo.

Nos enfrentamos a la diatriba constante de una transición en el poder. Porque como bien muestra la historia, las sucesiones se desarrollan incluso en los terrenos más insospechados. Adriano esperó su muerte de forma apacible y reflexiva. “Trato de recorrer nuevamente mi vida en busca de su plan, seguir una vena de plomo o de oro, o el fluir de un río subterráneo, pero este plan ficticio no es más que una ilusión óptica del recuerdo. De tiempo en tiempo, en un encuentro, un presagio, una serie definida de sucesos, me parece reconocer una fatalidad; pero demasiados caminos no llevan a ninguna parte, y demasiadas sumas no se adicionan”.

Algún día no estaremos. Tendremos que enfrentar el mismo dilema que tuvo Adriano al momento de examinar su devenir algunos milenios atrás. Se trata de un cuestionamiento atemporal, que sobrecoge a las almas más nobles y sencillas como también a los seres más corroídos de venganza y perdición, incluso aquellos que enfrentan la ardua tarea de gobernar. Conviene recordarlo. Es un buen inicio para buscar razones y puntos de partida para la construcción de algo distinto.


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