El resultado de una lucha polarizada que ha durado dos décadas, cada día más confusas y caóticas, no pudo ser más desastroso: dejó a un país económica, política, social y moralmente en ruinas; una autocracia comunista que se mantiene a base de golpes bajos a la Constitución, y que aun aplicando sin escrúpulos el terrorismo de Estado, la arbitrariedad y la represión, no encuentra los caminos de la gobernabilidad; una unidad opositora pulverizada por la voluntad de exterminio que el régimen aplicó sin piedad contra ella, a lo cual hay que añadir las ambiciones de poder de muchos de sus líderes, hechos que la llevaron a tomar, en muchos casos, decisiones llenas de incoherencia que produjeron un paulatino desencanto en la militancia opositora; un pueblo engañado, traicionado y sometido a los más crueles sacrificios, incluidos la diáspora, la indigencia y la falta de esperanzas, por un régimen que lo manipula a diario con promesas que no cumple y amenazas que sí cumple; una situación de caos incorregible que hace pensar en un país en vías de extinción y ya sin identidad y con su soberanía más que comprometida, en el que la idea de abandonarlo ha cundido como la mala hierba en una población cansada y sin augurios de buen futuro.

Lo cierto es que de aquella Venezuela de finales de siglo solo queda el nombre; el resto fue demolido, derrumbado o en el mejor de los casos, mortalmente herido por la mentira revolucionaria. A vuelo de pájaro podemos decir que el tsunami chavista, seguido por el tsunami madurista, trajeron consigo una diáspora que nos desangra, una Pdvsa destruida, un aparato productivo en el suelo, una inseguridad asesina, una población con altos índices de indigencia, una corrupción fuera de todo parámetro, la aniquilación de las instituciones, el colapso del sistema de salud, la crisis de la educación –ahora ideologizada–, el problema de la electricidad, el asesinato de nuestra moneda, la destrucción de los partidos políticos –incluido el Psuv y sus aliados–, el enquistamiento de mafias de todo tipo en las estructuras del Estado y, por añadidura, y para mí el más pernicioso de todos los cánceres que generó este criminal experimento, la ruptura de una armonía en ascenso de nuestro tejido social, al haber estructurado un discurso disociador y perverso, sobre la base del resentimiento y la venganza, cuyos efectos son tan graves y duraderos como las dañinas secuelas que dejan los efectos de la radiación atómica.

El cuadro es ciertamente dantesco, sin embargo esto no quiere decir que Venezuela no esté viva, ni que los venezolanos, como por arte de exterminio, hayamos dejado de existir y mucho menos que los que se fueron al exterior porque no vieron futuro, dejaron de ser connacionales. Todo lo contrario, estamos vivos, en pie de lucha y con los cinco sentidos puestos al servicio de una patria a la que le debemos todo.

Si bien es cierto que el régimen, con la ayuda de la propia oposición, pudo dividirla, también es una verdad del tamaño de una catedral, que lo que no ha podido ni podrá hacer mientras no rectifique la casi totalidad de sus actuaciones, es sacudirse el sentimiento de repudio de una población absolutamente desencantada y traicionada, decidida a unirse para lograr los cambios a que aspira, con o sin la tutela de partidos y organizaciones políticas, en el ejercicio de un derecho que le permita vivir mejor y en libertad, así el régimen aplique una represión desmedida para impedirlo. Esa es una verdad que salta a la vista, impuesta por la circunstancia irrebatible de que la situación a la que nos ha llevado el castrocomunismo en este país es sencillamente insoportable.

Lo importante de esta hora en la que pareciera que estamos saliendo del marasmo y la inercia en la que nos sumieron nuestros propios errores, es que esa unión que se viene gestando con furia en el seno mismo de la sociedad, tenga plena consciencia de que se trata esta vez de apuntar a una verdadera refundación de Venezuela, porque así como la dejó esta aventura revolucionaria “pacífica pero armada”, poseedora de un lenguaje mentiroso, degradante, comunista y mesiánico, perdónenme la redundancia, cargado de odio y resentimiento, es un desastre tan descomunal, que más que repararlo, hay que hacerlo de nuevo, hecho que será beneficioso solo si lo hacemos entre todos y a la luz de las lecciones que deberíamos haber aprendido a lo largo de esta tragedia.

El camino no es fácil porque además supone: desterrar los extremismos, una renovación a fondo de los partidos políticos, el surgimiento de liderazgos que sustituyan a líderes ya vencidos por el tiempo y su repetitivo lenguaje carente de motivaciones por tanto desgaste sufrido. Todo lo cual, indefectiblemente, tendrá que llevarnos a restaurar el concepto de oposición para hacerla más efectiva y útil a la propia comunidad, ponerle fin a la polarización, inventar nuevas formas de comunicación sin prescindir del contacto directo con la gente y sus necesidades, entender que el objetivo principal es alcanzar una verdadera justicia social alejada de la perversión populista, lo cual abarca un eficiente sistema de salud y una educación de máxima calidad al alcance de todos, la formación de una ciudadanía responsable de sus derechos y deberes, el destierro de dádivas acompañado por un cuadro de oportunidades para que la gente se labre su propio destino sin coacciones ni chantajes, y sobre todo, entender que la mejor manera que tiene un país y su gente para alcanzar pequeñas, medianas y grandes metas económicas, políticas, sociales y éticas, es actuar dentro de las leyes naturales de la política, sus fines y sus instituciones. Este, desde luego, es un proyecto a largo plazo que hay que comenzar de una vez por todas.

Soy consciente de todas las dificultades, pero la historia me ha enseñado que los pueblos del mundo pueden ser tocados por el milagro de la sensatez colectiva y con ello lograr metas que parecen imposibles, y el pueblo nuestro, no es una excepción.

El reto es feroz, pero hay que enfrentarlo a toda hora, todos los días y sin excusas.


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