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En mi memoria un ruiseñor se queja” (Vicente Huidobro).

Contaba Pérez Reverte en uno de sus artículos la curiosa actitud de una señora con la cual se encontraba de frente durante sus solitarios paseos más veces de las que él hubiera deseado ya que, entre otras cosas, la mujer no acostumbraba a responder nunca al saludo de cortesía mínima del murciano. Pensará que vaya tontería. Dirá usted que hace falta ser delicado para molestarse por eso. Hombre, claro. La buena educación no cuenta, ¿verdad? En fin, que se trataría de una cuestión sin importancia si no fuera por el hecho de que el escritor llevaba diciéndole “buenos días” veinte años.

Fíjese cómo estaré de memoria que el texto al que me refiero fue publicado hace siete años y todavía lo recuerdo (Arturo Pérez Reverte, “Saludando no es gerundio”; El Semanal-Vocento, 11-09-2011). De todos los saludos desatendidos de los que contaba –que fueron unos cuantos– me quedé con la anécdota de la señora.

Es posible que uno se haya vuelto hipersensible al igual que los vecinos de George Willard en el pueblecito americano de Winesburg. Es posible, por otro lado, que haya gente a la cual los buenos modales le preocupen menos que el lenguaje no verbal o los aforismos latinos, así, en general; no obstante, las cosas que merecen de verdad la pena se observan en los pequeños gestos: la cobardía de un despiste fingido, la franqueza, el coraje, la cordialidad de una sonrisa, la bajeza de un giro de cabeza, la soberbia sin sentido.

Si no saludar a un vecino resulta moralmente reprobable, negar el saludo después de haber sido saludado resulta mucho peor. A lo mejor el final a ese desprecio inmerecido lo encontramos leyendo entre líneas aquello que contaba Pérez Reverte en uno de sus artículos.


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