“Pongan las manos sobre el pupitre” era la frase más temida en mi escuela los viernes en la mañana, porque significaba –como tantas veces ha sido contado en el anecdotario escolar– una palmeta enrojecedora de la piel si las uñas no estaban limpias; ya antes, la vista de la maestra había chequeado la pulcritud del guardapolvo y de los dientes. En la evaluación iban en juego no solo la calificación que aparecería en la casilla correspondiente a “Aseo” en la boleta, sino también el orgullo de cada madre de saberse positivamente juzgada en su preocupación por la limpieza del hijo.

De otros detalles de la higiene personal y colectiva se ocupaban el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, identificado con una cruz de letras en amarillo y verde que decía “SAS”, y los liceos. El primero divulgaba consejos en un periódico que editaba llamado SER y mensajes gráficos como afiches en los que aparecía Juancito Salud, personaje popularizado y convincente en materia de salubridad, a juzgar por los muchos niños que en todo el país dejamos de comernos las uñas después de ver su dibujo en que mostraba bajo una lupa un dedo de cuya uña saltaban alimañas, reptiles y microbios monstruosos, con una frase que explicaba que eso era lo que uno se llevaba a la boca con la uña que mordía. En el liceo nos aguardaban los profesores de Biología con las menciones de infecciones y parasitosis, junto con explicarnos las virtudes del aseo corporal.

E igual que se enseñaba Moral y Cívica para una mejor comprensión de cuál es la estructura organizativa del Estado, para que uno aprendiera desde pequeño cuáles son las atribuciones de los distintos poderes, y sobre todo, para que uno tuviera una conducta ciudadana acorde con los requerimientos de la sociedad, también uno aprendía cuáles y qué son los servicios públicos, entre ellos uno llamado Aseo Urbano. El nombre era asociado a la imagen de unos camiones grandes que en la noche recorrían las calles, a unos hombres en braga que retiraban de las puertas los pipotes con la basura acumulada durante el día en cada casa. Y a una acción de beneficio colectivo tras la cual esas calles, las plazas y la ciudad toda, quedaban y eran mantenidas limpias.

Siempre ha sido tarea ingrata la de quienes tienen que hacer esa recolección de toda clase de desechos y desperdicios; son personas tratadas en los términos más desconsiderados, desde la discriminación en el plano laboral hasta el riesgo permanente de contraer cualquier tipo de infección; son mal pagados, desprotegidos, con un rechazo social derivado de la circunstancia de que la basura no sea recogida y de una manipulación informativa que hace recaer en ellos la culpa por la situación de suciedad.

Al pueblo venezolano le han sido reconocidas tradicionalmente como dos de sus principales virtudes la generosidad y el gusto por la limpieza; el carácter generoso es innegable y por fortuna invariable, pero en lo segundo se observan algunos signos preocupantes, como el de contribuir de manera ya rutinaria y aparentemente sin cargo de conciencia a la contaminación y destrucción de los ecosistemas, por ser indiferentes ante la suciedad ambiental y por aceptar la convivencia con la inmundicia.

Tenemos que sumarle a ello la humillante y en extremo dolorosa situación de nuestra Venezuela en ruinas, en la que hoy y en cualquier lugar asistimos a la vergonzosa y por demás cruel escena de parejas, incluso con niños pequeños junto a ellos, escarbando a pleno día en las aceras bolsas y recipientes metálicos llenos de basura, a la búsqueda desesperada de algo que comer…


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