“Si yo fuera objeto sería objetivo, pero, como soy sujeto, soy subjetivo”. José Bergamín.

Hemos sido testigos de crímenes diversos que bien pueden y deben ser comprendidos en la lista de aquellos susceptibles de atraer la competencia de la Corte Penal Internacional. Pudiéramos hacer mención a varios episodios en este sucinto artículo de prensa, y yo comenzaría con la masacre del 11 de abril de 2002 que algunos creen olvidada por el paso del tiempo o por preferir evocar, glosar episodios más próximos y sórdidos como el de la sumaria ejecución del grupo de Oscar Pérez que alcanzó a un niño y una mujer embarazada entre los rendidos ya de El Junquito. Recientemente, el vergonzoso “suicidio” de Fernando Albán se acota al horror, a la indignación que insulta, veja, mancha la más elemental ponderación de la dignidad de la persona humana. Ejemplarizar es fácil en nuestra cotidianidad de abusos y excesos que nutren un ya enorme contencioso.

Pero no se trata de simplemente advertir una evidente situación delictual y tampoco de resaltar la normalización de la impunidad que se percibe, cómodamente, al observar las circunstancias ínsitas al evento, sino que nos viene al espíritu, naturalmente, además, una demanda sobre la responsabilidad de los autores de esos crímenes y el tipo imputable que les corresponde a cada cual en el orden de su manifestación antisocial e inhumana.

Esa gigante del pensamiento humanístico que se llamó Hannah Arendt, abrió una ventana para mirar con vértigo, sin embargo, a lo profundo del espacio criminal en ocasión del juicio de Adolf Eichmann, escurriendo su genio en una frase que soliviantó los atormentados espíritus de los hebreos de su época pero que resume, cual locución fatal el asunto, la banalización del mal.

En verdad, Eichmann fue y mostró el proceso que fue, un frío e indiferente ejecutor de miles de inocentes en la orgiástica experiencia del Holocausto judío, pero, alrededor de él, sobre su burócrata condición, encima de ese verdugo se delinea y desnuda el auténtico demonio que lo imaginó, lo legitimó, lo echó a andar y lo presentó de manera que se cumpliera el crimen sin espanto, sin consciencia, sin ningún sentimiento. Lo vivieron como si no fuera lo que fue, como si pasara despojado de la hórrida fenomenología que implicaba. Rutinizar aquello fue más crimen que el crimen mismo.

Primo Levi, un italiano víctima de fascistas y nacionales socialistas, escribe un texto en 1945 que me recomienda leer mi amigo y correligionario César Pérez Vivas, que se titula Si esto es un hombre. Solo alcanzo a encontrar notas y comentarios y no el libro, pero suficientes para conectar con la meditación sobre la naturaleza humana y el drama de su complejidad, a menudo perversa y cínica. Los relatos sobre la rapacidad de la fiera humana nos colocan de súbito en un plano desvalido de cualquier sostén espiritual y moral. No nos podemos ver y aceptar en aquel teatro en el que la inocencia es torturada y maculada con gusto a veces, y siempre como un signo del destino y nada más.

No pretendo sino resaltar la comisión de crímenes incalificables que se llevan a cabo por genuinos desalmados que deben ser castigados por la justicia de Dios, pero por la justicia del hombre y más allá del Estado, la organización internacional, la sociedad de cualquier credo, raza, religión, sexo, porque a todos nos traicionan y ofenden en nuestra modesta y sencilla calidad humana.

No obstante, no puede ser que el autor material sea el perseguido e imputado casi exclusivamente. No puede eso satisfacer la justicia. Viene a mi memoria el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), en cuyo tránsito descubren que los peces gordos parecían escapar del reclamo responsable y, revisando su estrategia, recreando su doctrina apunta a esos, y en el caso de Ruanda, los precisa en el más alto gobierno asumiéndolos como los culpables.

En efecto, hay una jerarquía en el poder que por sus actos se criminaliza, una gradación, una tipología de la imputación, una responsabilidad, una culpabilidad que la racionalidad del derecho penal internacional no puede desconocer, y así encuentran sustento la jurisdicción universal de un lado y, entre otros, el máximo responsable como instituto a considerar y a ponderar en la procura de la a menudo inasible justicia.

Leyendo esa extraordinaria sentencia de la Corte Constitucional Colombiana, signada con el número C-579 de 2013, que puede y debe ser leída por nuestros juristas venezolanos e incluso por aquellos que no son juristas pero que aspiran a un auténtico proceso de redención nacional, advierto la bruma de la que se rodea el poder en cualesquiera de sus polos beligerantes y la entidad de la víctima que resalta como una bofetada a los que esperan que los demás hagan y ellos no hacen nada o se prestan para negociar lotes de impunidad. Y aun no es ni remotamente la experiencia satisfactoria, pero la justicia da zancadas tras aquellos que hacen de lobos del rebaño humano.

En Venezuela el debate ciudadano no versa sobre la continuidad de los actuales gobernantes. Solo ellos tal vez, y no estoy seguro, creen que pueden permanecer en el poder, y si lo hacen será sumando crímenes y más crímenes a su ya numerosa imputación. El cuerpo político que reflexiona deambula sin embargo ante una encrucijada con varios senderos: trabajar simplemente para que se vayan con su mal habido botín y sus crímenes, y no son pocos los que así piensan y se atreverían a transar, y nótese que no los justifico, sino que comprendo su derivación pragmática. Por otra parte, algunos ni dialogan ni aceptan que otros lo hagan, solo quieren, sin saber cómo, sacarlos y, por supuesto, perseguirlos, castigarlos, despojarlos y tal vez algo más de ser posible, y no es difícil también a estos entenderlos. Algunos otros, más serenos quizá, se sentarían a negociar la salida en los términos menos gravosos para la población que languidece hambrienta y menesterosa y a la que no le queda tiempo para seguir sufriendo.

Por lo visto, la justicia no camina en línea recta, sino que también rodea y, aunque no siempre llega, sigue latiéndole cercana a los que la desafían. Es tiempo de sumarse al Estado civil y ciudadano en esa plaza pública que aún nos queda para participar y deliberar; nadie es dueño de la verdad y hoy más que nunca la humildad de un liderazgo que escuche construya una legitimidad que nos permita vivir y aceptar lo que terminemos decidiendo y haciendo. Es hora de respeto ciudadano.

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