Nos guste o nos disguste, lo único cierto es que a pesar de todos los pesares, América Latina sigue siendo, el cubano Alejo Carpentier dixit,  el continente de lo real maravilloso. Contrariando todo buen sentido, lejos de afectarlo, el encarcelamiento de Lula Da Silva tras una sorprendente condena a nueve años de cárcel por corrupción en el ejercicio de la presidencia lo fortaleció al extremo de liderar las encuestas sin aparente opositor en el horizonte. Tan fue así, que su partido insistía en llevarlo de candidato a las elecciones presidenciales brasileñas, así la justicia y la ley se lo impidieran.

Lula bien valía una foto, al extremo que el otrora afamado, respetado e idolatrado Chico Buarque de Holanda –“unanimidad nacional” lo llamaban en los años ochenta en las barriadas de Ciudad Paraíso– posó sonriente junto al reo. Y pronto aparecería a su lado el siempre inefable, ominoso e imponderable Diego Armando Maradona. Lula y su partido tenían al Brasil popular en los bolsillos. Su arrastre hizo posible buscarle un gris y oscuro compañero de partido, Fernando Haddad, para que asumiera su representación y se aprestara a continuar la saga inaugurada por el obrero metalúrgico que diera con la clave de su poder: aún siendo un fervoroso castrocomunista, travestirse de líder sindical para no asustar incautos y pasar gato por liebre. Gobernó diez años, le pasó el testigo a otra oscura burócrata asalta bancos de la revolución, también involucrada en hechos dolosos y la monarquía del marxista Partido de los Trabajadores ya parecía hereditaria.

Pero se les interpuso el volcán de lo real maravilloso, que estaba cocinando una sorpresa política altamente combustible. La clase media brasileña, ¡hélas!, crecida y empoderada bajo los fuegos fatuos del lulismo, sí se había resentido gravemente ante tanto desparpajo, tanta corrupción, tanto abuso. La alianza del PT con Odebrecht y los hábitos de la brutal corruptela asumida como política de Estado del castrocomunismo latinoamericano luego del ascenso al poder del teniente coronel venezolano Hugo Chávez, afectó en su esencia a un país dotado de un poderoso aparato de Estado que hace medio siglo dio el vamos a la reacción del establecimiento estatal latinoamericano de derechas contra la invasión del castrismo cubano. Los fantasmas de Fidel Castro y de Hugo Chávez comenzaron a tocar las puertas de los cuarteles. Las desvergüenzas de Odebrecht habían encendido las alarmas. El aguante estaba llegando a su fin. Hasta que una aviesa puñalada de un lulista exaltado abrió las compuertas y las aguas rompieron el dique.

Circula por las redes un artículo de dos periodistas argentinos que establece la relación de primogenitura del aparato de inteligencia estratégica militar brasileña sobre la gestación, formación y desarrollo de un capitán que perteneciera a sus filas como ficha política privilegiada para asumir la presidencia y el mando del Estado del Brasil: “Bolsonaro es el candidato moldeado por el Ejército para imponer su proyecto político militar en Brasil. Coincidencias de Marcelo Falak y Pablo Gentili sobre el rotundo poder que tienen las fuerzas armadas sobre el ultraderechista que salió primero en las elecciones presidenciales del 7 de octubre y que deberá disputar el ballotage con Fernando Haddad, candidato del Partido de los Trabajadores, el 28 de octubre” (https://mundo.sputniknews.com/radio_voces_del_mundo/201810091082581050-brasil-presidenciales-ganador-opiniones/:).

No es la primera ni será la última vez que todos los tapones de seguridad previstos para contener la ira y la indignación popular, cansada la ciudadanía de verse sometida a las arbitrariedades y los abusos de sus élites dirigentes, salten por los aires y un verdadero sismo de alta magnitud, procedido del respectivo tsunami, conmueva las bases políticas del sistema. Y sus respectivos alrededores. Corresponde a la necesidad histórica de recomponer, fumigar, sanear y restablecer los equilibrios entre el poder y su sociedad civil. Es la dinámica política, que solo la momificación inducida por los peores instintos tiránicos puede paralizar, como en la Cuba castrista. Un muermo. No hay otra explicación a todas las revoluciones, motines y disturbios que nos han sacudido desde los tiempos de la Revolución francesa, el punto de partida de todas las revoluciones que han conmovido a Occidente. Cuyos desafueros, una vez apaciguadas sus fuerzas motrices y desenmascarados los verdaderos propósitos y las auténticas intenciones que animaban las ambiciones de sus principales protagonistas, se exhiben a plena luz del día. Es el caso del hastío y el cansancio que recorre al Brasil por los desafueros del lulismo, a Venezuela por los horrores del chavomadurismo, al continente por las tropelías del castrocomunismo. No hay otras explicaciones para los Fujimori, los Chávez, los Lula, los Maduro. Sobre todos ellos pende la espada de la justicia y el sísmico fin de sus tiempos.

Es el inmenso poderío y la por ahora invencible  potencia del movimiento revulsivo que conmueve al Brasil, encabezado por Jair Bolsonaro, que más allá de sus propias fronteras desborda a la región y sacude los cimientos de un hemisferio como hipnotizado y dormido en una aparente apatía. Se abre un ciclo cuya duración, por ahora, es impredecible, pero cuyos efectos serán tan profundos como para cambiar las tendencias y líneas políticas imperantes en la región.  Capaz de girar a la derecha, pero arrepintiéndose a medio camino, como parece ser el caso de Argentina, Chile y Colombia. Paralizadas por el chantaje de sus izquierdas castristas, sus partidos, sus guerrillas.

Es la profunda diferencia que marca la emergencia y poderío de esta fuerza de la naturaleza, que ha osado desenmascarar el mal, llamar a las cosas por su nombre, dejarse de carantoñas con el liberal chantajismo LGBT y apuntar al corazón del castrocomunismo. No habrá dique capaz de contener esa marejada desbordante, porque emerge de lo profundo de la sociedad brasileña: ni la socialdemocracia, ni el liberalismo apaciguador, ni los hábitos de componendas, diálogos y consensos de los mercachifles intelectuales y politiqueros dominantes en el hemisferio desde las cúpulas del Partido Demócrata norteamericano y los despachos vaticanos, podrán minimizar los efectos del derrumbe. Ni muchísimo menos la ficción revolucionaria y voraz de los partidos de izquierda radical que desde Madrid a Santiago de Chile llegan atrasados al festín del poder. Todos serán barridos por el oleaje de la justicia. Cuyo primer efecto es desenmascarar la hipocresía, el desparpajo y la osadía de personajes políticos de cuarta categoría, encumbrados al poder por la pusilanimidad y la cobardía que quienes tenían la obligación de llamarlos a terreno. 

Es el signo de los tiempos. A recibirlos con los brazos abiertos.


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