El lunes la Corte Internacional de Justicia (que no es lo mismo que la Corte Penal Internacional, aun cuando ambas tienen su sede en La Haya) dictó la muy esperada sentencia en el litigio que Bolivia inició hace ya algunos años contra Chile con el objeto de que ese tribunal estableciera la obligación para los chilenos de aceptar negociar con su vecino nuevas condiciones al tratado que firmaron en 1904 a través del cual Bolivia perdió definitivamente sus acceso al océano Pacífico. La Corte rechazó en forma absoluta la aspiración boliviana con el voto de doce de sus quince miembros. El fallo es definitivo e inapelable aunque deja abierta la posibilidad de que las partes reabran el diálogo solo si Chile lo tiene a bien.

Resulta interesante hacer notar que el presidente Evo Morales, presente en la sala del tribunal, dejó ver su contrariedad pero al mismo tiempo exhibió la enaltecedora actitud de reconocer su derrota y asegurar el acatamiento del fallo pese a su muy comprensible decepción. De esta manera, la aplicación de la justicia internacional expresada por el más alto tribunal del planeta logra un nuevo hito que sirve para demostrar que la resolución pacífica de los conflictos es la única manera civilizada para el mantenimiento de la paz. No es poca cosa.

El caso en cuestión no versó sobre el derecho de Bolivia de tener acceso al mar, aun cuando ese era y es el deseo de La Paz, sino que se centró en determinar si Chile estaba obligado o no a atender la aspiración boliviana de renegociar el tratado de 1904 que había ya zanjado la cuestión en términos perjudiciales para Bolivia.

El Estado Plurinacional de Bolivia (nombre oficial actual) ha hecho cuestión fundamental durante más de un siglo la de reclamar su salida soberana al mar. Puede ser que tenga razón y hay muchos países y personajes que así lo creen. Sin embargo, la paz internacional debe sustentarse en la seguridad jurídica y esta, a su vez, se asienta en los tratados que los Estados suscriben entre sí, tal como los particulares firman contratos que regulan sus derechos y obligaciones. Si tales tratados pudieran estar sujetos a renegociación por pedido unilateral, la seguridad se vería altamente comprometida. Imagínese usted a Francia reclamando por las condiciones de venta en 1803 de la Luisiana a Estados Unidos, o Rusia pretendiendo renegociar el precio de su venta de Alaska también a Estados Unidos en 1867, o España pretendiendo recuperar Cuba, Puerto Rico y Filipinas, que perdió como consecuencia de una guerra y el respectivo tratado de paz suscrito en París en 1898.

Si existiera el derecho de renegociar los tratados o acuerdos internacionales sin la conformidad de las partes firmantes, las fronteras de la Europa de hoy pudieran ser írritas después de las modificaciones ocurridas luego de la II Guerra Mundial. Muy distinto es el caso cuando las partes acceden a la renegociación, como fue el caso de México y Canadá, que –ante la exigencia de Donald Trump y dentro del marco del acuerdo Nafta– convinieron en renegociar sus cláusulas aunque no de muy buena gana, puesto que, pese a todo, lo juzgaron como conveniente logrando un nuevo acuerdo hace apenas una semana. Muy distinto al caso de Chile, que no tiene ningún interés en renegociar el Tratado de 1904 con Bolivia, ni esta tiene elementos de presión para incentivar a su oponente, como sí los tuvo Trump ante sus socios.

Otra cosa es el aspecto político de esta cuestión. Evo Morales en su papel de conductor de lo que él cree que es una nueva etapa histórica y política de su país dio una alta prioridad al asunto de la salida al mar para Bolivia. En ese empeño comprometió buena parte de su capital político y logró convertir su pretensión en caballito de batalla para la izquierda latinoamericana siempre lista para abrazar reivindicaciones, tanto más si las mismas son en oposición a regímenes liberales (Chile). Es en este escenario donde pudiera afirmarse que el tiro se le salió por la culata al caballero que aspira o dice encarnar las ilusiones de los pueblos originarios de nuestro continente. Él mismo decidió concurrir a un tribunal de justicia internacional y allí recibió palo. La gallarda actitud de aceptación de la sentencia desfavorable muy probablemente se le convertirá en un pasivo importante para su liderazgo interno. Algo similar le ocurrió al ex presidente Santos de Colombia, quien durante su mandato tuvo que afrontar una sentencia desfavorable de la misma Corte Internacional que en 2012 privó a Colombia –en favor de Nicaragua– de amplias áreas marítimas en el Caribe y también le ocurrió hace apenas cuatro años a la propia Chile, que por otra sentencia perdió amplios espacios en el océano Pacífico en disputa con Perú.

El tema pudiera lucir de menor o escaso interés inmediato o actual para Venezuela que por la conveniencia de un proyecto político que aspiró en su momento a ser continental incurrió en acciones y omisiones que han sido aprovechadas con habilidad por Guyana para plantear ante la Corte de La Haya una controversia cuyo desenlace es incierto en esta etapa en la que por ahora el planteamiento se limita a cuestiones previas relacionadas con la existencia o no de competencia de la corte para abocarse al caso. Ojalá que los sentimientos patrióticos que desde siempre se han insuflado a nuestros compatriotas estén en sintonía con el posible desenlace final de un diferendo que no parece ir por el mejor camino. En La Haya no funciona el carnet de la patria ni las dádivas de Petrocaribe ni los desplantes de los mesías de ocasión. Así lo afirma con convicción quien ha dedicado su quehacer de una vida al derecho internacional y que a lo largo de su carrera tuvo oportunidad de hacer pasantía en los pasillos de la corte y las aulas de su academia llegando a esa conclusión que no ha variado.


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