El tema de la inmigración ha sido recurrente en la historia venezolana, especialmente desde mediados del siglo XX cuando oleadas de personas llegaban a  nuestras tierras procedentes de distintos lugares, lejanos o cercanos, en los que las condiciones de vida se habían vuelto difíciles para ellos ya sea por razón de recientes guerras, políticas o económicas. Esas personas son las que en buena parte han contribuido a dibujar el perfil étnico, intelectual, cultural y político de la Venezuela de hoy. Entre ellos quien esto escribe.

Lo que no había ocurrido antes es el fenómeno contrario: la emigración de venezolanos y mucho menos en proporciones de éxodo multitudinario como lo estamos viviendo ahora y está siendo percibido con preocupación a nivel regional y mundial.

Para nosotros venezolanos las imágenes de africanos cruzando el Mediterráneo afrontando riesgos y abusos, yugoslavos ayer o sirios hoy caminando por Europa aspirando a cruzar alguna frontera que los libere de la carnicería escenificada en sus países de origen, hasta ahora no pasaban de ser noticias en la televisión o en la prensa que asumíamos como hechos lamentables pero distantes.

Hoy la realidad de la emigración en proporción de éxodo ha dejado de ser una anécdota para transformarse en el tema central de la preocupación de los venezolanos y de la región en general. También en esta dinámica se ha visto la estratificación económica, siendo evidente que quienes primero percibieron la necesidad de emigrar fueron los de mejor situación económica y los más preparados profesionalmente. Esos salieron en avión y bien que mal se van arreglando de una u otra forma en sus lugares de destino, ya sean los médicos que han dejado despoblados los centros de salud, los petroleros que han conseguido empleo en las más insólitas latitudes, los empresarios, intelectuales y pare usted de contar.

Pero a medida que el hambre aprieta y el futuro se escapa, la necesidad de emigrar arropa ya al venezolano de a pie (literalmente) que con su familia se dirige a la vecindad geográfica, que es el destino lógico. Es así como millones de compatriotas llegan en  condiciones de máxima carencia a Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Argentina, etc. Ya son comparativamente pocos los que van a Miami, Madrid, Lisboa, etc.

Es por eso que quienes vemos las imágenes de compatriotas caminando de noche por los hombrillos de carreteras con niños, bultos, desesperación e ilusiones; cuando vemos venezolanos rogando y aceptando un plato de comida distribuida por alguna organización humanitaria o por familias generosas a lo largo de las rutas, no podemos sino estremecernos por el dolor –aunque sea ajeno– que ellos afrontan. Son nuestros hermanos, el hijo del mecánico, la peluquera, la que fue doméstica, el empleado que viajaba con nosotros en el Metro…

Esos mismos son los que en España reciben el mote peyorativo de “sudacas” o “ilegales” en otros lugares. Sin embargo, en América del Sur la mayoría se desplaza con mayor o menor nivel de tolerancia de los lugareños que –no estando en Dubai ni Noruega, donde sobra presupuesto– también luchan por el sustento diario. Es así como los recibimientos son más o menos gratos. Afortunadamente los gobiernos centrales (salvo Trinidad) han sido generosos y respetuosos de los acuerdos internacionales, aun a sabiendas de la tensión que ello crea con sus propias jurisdicciones fronterizas (Cúcuta, Pacaraima, etc.), que son las que afrontan la tensión diaria en las distantes Bogotá, Brasilia, Quito, etc.

También nos enteramos de que, ante la emergencia, esos gobiernos han tenido que implementar medidas restrictivas para preservar su tranquilidad interna. Para ello comienzan a exigir visas. Se pregunta uno: ¿le exigieron alguna visa a Bolívar cuando hizo el mismísimo recorrido en su gesta de liberación?

Lo cierto es que ya la cosa ha cobrado tal envergadura que organismos regionales como Mercosur, Comunidad Andina, OEA, etc., como así también los extrarregionales, se reúnen, debaten, proponen y asignan recursos para atender la emergencia. Mientras tanto, voceros del régimen y presentadores de la hegemonía mediática gubernamental insisten en desconocer una realidad que domina la vida diaria, inventan o explotan el real o imaginario “regreso” de algunos “arrepentidos” e imponen toda clase de normas y regulaciones que dificultan la vida tanto de los que se fueron como de quienes quedan atrás a la espera de la ayuda económica que les permita sobrevivir y eventualmente reunir a las familias.

Las religiones en general enseñan y promueven la práctica del perdón como remedio para la reconciliación. Este columnista –razonablemente católico sin ser fanático– confiesa su angustia por la tensión que se debate en su corazón entre el mandato divino frente a la debilidad humana en su pequeñez que nos impide perdonar a quienes generan, promueven y justifican tanto sufrimiento.


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