King Kong, el de la Isla Calavera, no anda con romanticismos, rodeos y cuentos.  Destruye todo a su paso. Los mercenarios de la Guerra de Vietnam quieren pagarla con él. Pero el simio extra large será el Depredador de los usurpadores del legado de Apocalipsis Now. Es el chiste de la película. Vandalizar los códigos del ícono de la cultura popular. Provocarle un infarto al Corazón de las tinieblas. Filmar una monster movie, sin complejos, como un videojuego grotesco para adultos.

Claro, las Carmelitas Descalzas, los mojigatos de la crítica, pegan el grito al cielo. Invocan al clásico de 1933 para utilizarlo de crucifijo en su trabajo de conjura de los demonios del blockbuster de 2017. Hablan de una tradición perdida por culpa de la conspiración de Hollywood. Por algún motivo siempre coinciden con los argumentos de la censura chavista. Problema de ellos, odiosos escritores de un mismo artículo, ignorantes de la explosividad semiótica del mainstream contemporáneo. 

Largometraje de una vehemencia radical, Kong: la Isla Calavera circula por la autopista amoral de los géneros malditos. Por tanto rehúye del sentimentalismo y la lírica pacifista de Peter Jackson, quien intentaba domesticarlo. Craso error del pensamiento purificador de la otredad. Al verdadero rey de los monos buscaban acoplarlo al corsé del buen salvaje. Enseñarle los modales de la corrección política, el refinamiento de autor y la conciencia ecológica. Debía caer víctima de la colonización. Restaurar un final trágico de mea culpa.

Por cuestiones de refrescamiento conceptual, la adaptación del año en curso responde a una lógica distinta. Traiciona, desde el sarcasmo, el desenlace ortodoxo de la muerte dizque poética. Renuncia a complacer la vertiente erótica y amorosa del relato fundacional. A la fábula de La bella y la bestia opone una aceptación de las diferencias, una guerra de sexos y un diseño de personajes narcisistas en modo selfie.

En último caso, la cinta apela a un lúdico espíritu de anarquía, un grito insurreccional de completo rechazo a la autoridad. De tal forma canaliza las amarguras y frustraciones de la calle, de la época, de la generación indignada ante los desplantes del poder.

King Kong es enemigo de los militares, de los señores de la guerra, de los engendros de la corporación Trump. Hermano entonces de la fuerza de la naturaleza de Logan y de la replicante insumisa de Ghost in the Shell.

Los tres engloban el chip de la rebelión mutante, influida por el arte de la acción real combinada con la animación high tech. Son antihéroes solitarios enfrentados a la máquina de clonación de la realidad, es decir, al cine. La problematizan y subvierten de adentro para afuera. Salpican la pantalla de tinta gore, la sangre de la ira de Dios. Registran el crepúsculo de los mitos y leyendas del western. Encarnan el ocaso existencial del film noir al servicio de la industria. Representan el nicho de la contracultura como negocio.

Subliman el enojo del ciudadano común frente al agotamiento de las estructuras de control. Simbolizan luchas personales y colectivas de la globalización al calor de los conflictos fronterizos, las amenazas terroristas y las distopías de la ciencia ficción. En resumen, comparten la agenda libertaria de la resistencia venezolana. Recomendables para boicotear a la dictadura. 


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