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Como Pierre Menard al rescribir El Quijote, en El país que me tocó de Enrique Santos Calderón el lector halla, al menos, un par de elucidaciones sobre su realidad. El señor Santos ofrece un recuento, neutro e inconcluso, de su vida, porque sabe que al haber crecido entre oligarcas fanáticos del statu quo y subversivos clandestinos armados decididos a derrocarle, pudo fraguar una peculiar imagen del país a su imagen y semejanza. Aclarando que hablará de episodios de la vida nacional, pero ligados a su personaje, porque aquí, por supuesto, el que importa es él, no la república.

La otra, glosa un texto que entreteje la imagen que ha erigido de sí mismo el señor Santos y termina por asombrarnos: se trata de un extraño al que tocó en suerte un mundo desagradable del cual quiso huir acogiéndose a otro, el de los malos, pero en el cual tampoco encontró cobijo. Ni hermanos, mucho menos primos, ni amigos, ni colegas, ni camaradas, nada le ha hecho feliz, a él, que todo lo tuvo, todo lo burló, todo lo ingirió, todo lo penetró y como a su hermano, el peor presidente que ha tenido esta nación, solo queda la dudosa admiración que le profesan sus hijos y sus numerosas maternales amantes. Algo así como un baby boomer norteamericano viajando en los años setenta por países de encanto, admirando las revoluciones más por la rumba que las aventuras filibusteras, que tras un largo periplo por las bajezas sociales, se dedica a cuidar el clima y a besar sus retoños, mientras sigue manipulando el poco de poder que le queda.

El preciso arquetipo de un ejemplar de la Social Bacanería, que en el mundo occidental hizo trizas las conquistas políticas del siglo XX, empujando a los pueblos a una resurrección de la barbarie que creó el nazismo. En América Latina y Estados Unidos las reacciones contra las demencias de esa casta disoluta, y su fascinación por la violencia armada, han elegido dirigentes desquiciados que nadie vislumbraba.

El mayor de los Santos Calderón, hijo de un retrógrado franquista, sobrino de presidente Santos y padre de presidente Santos, hermano desheredado del gran heredero de su tío, consume buen tramo de sus páginas edulcorando el pasado familiar, celebrando la calaña política que su familia y él mismo mantuvo en el poder, sublimando ponzoña contra las FARC a medida que no hacen lo que él quiere, ideando y llevando a cabo el pacto entre los facciosos y su hermano, de espaldas a una nación indignada pero cuya clase política y sus militares se entregaron de pies y manos, a cambio de ocho presupuestos nacionales por la reducción del ejército en 40.000 soldados, sin que logre convencer al respetable de sus virtudes y tenga que llegar a la conclusión de que sus aventuras vitandas solo han hecho destrozos, como un mico dañino, a la nación y a sí mismo.

Enrique Santos entre su tío abuelo presidente y su hermano presidente

Lo primero que hace el señor Santos es recordar que sus futuras acciones prolongaban una tradición de su estirpe, que desde la Colonia hasta el Jockey Club, ha luchado contra los godos, encarnados en su presente, no en Laureano Gómez sino en su tío Nano, el frívolo juerguista Hersan, heredero de 52% de la fortuna de su tío abuelo y cuyos hijos, sus primos Francisco y Rafael, así como su propio hermano Luis Fernando, le impidieron hacerse a la dirección absoluta de El Tiempo, que tuvo que compartir con uno de ellos por diez años, prácticamente en insilio. Su padre, “un obispo de tres soles” según el embajador Germán Santamaría, gustaba, como su hijo, vestir trajes Príncipe de Gales confeccionados en prestigiosas sastrerías de Londres, a pesar de ser de “sangre azul estrato tres”.

Nacido en la Clínica Marly, criado en una casa estilo Tudor del barrio Rosales, educado en el Nueva Granada y el Anglo Colombiano junto a cachorros Lozano, Camacho, Largacha, Salazar o Pizano, tuvo una disipada infancia apenas supervisada, hasta que a los trece años, ataviado con zapatos de tela, pantalones azul de obrero, chaqueta de cuero con taches, una goma de mascar entre dientes, un caminadito al este del paraíso y una navaja en el bolsillo trasero, perteneció a varias pandillas, actuando en riñas a sopapo limpio mientras ingería centilitros de alcohol, tantos, que asombra no se haya ahogado en ese insondable océano etílico en el que chapucea.

Graduado de filósofo, junto a 60 pergenios, tutelado por deidades paramunas de la Universidad de los Andes como Andrés Holguín, experto en réptiles; el abogado de Cicolac Fernando Charry Lara; el falangista devoto del mariscal Gilberto Alzate, Eduardo Carranza; el maoísta furibundo Eduardo Camacho Guisado; el impotable Pangloss, secretario de Veinte mil pesos por sus respuestas o el creador de La fauna social colombiana, Antonio Montaña, había intentado convencer de sus diferencias con su padre al poderoso solterón patrón de El Tiempo, aspirando a una cuarta parte de su herencia, luego de las secretas visitas que hacía en compañía del monito Daniel Samper Pizano, que con bluyines ceñidos, mocasines Corona y medias blancas caía cada viernes a la casona de la calle 67 esquina de la carrera 13, donde cenaban bien entrada la noche con el anciano afrancesado atacado por la demencia inducida.

Esos fueron los años cuando el Cabellón Cepeda le presentó la bareta y descubrió el multiorgasmo femenino, mientras redactaba, ignorando la lengua de los contendores, varias apostillas a las notas de Marx sobre las ideas de Ludwig Feuerbach, una de las cuales sostiene que «Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kömmt drauf an, sie zu verändern«, los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo, difundidas por el prestigioso editor Félix Burgos, empleado de José Vicente Kataraín y el legendario impresor Gilberto Giraldo, alias el Mocho.

Y queriendo transformar el mundo, el señor Santos y veinte de sus amigos fundaron entre el lumpen proletariado de La Perseverancia, un distrito de hippies donde consumían humo, polvo, flores, artesanías, pizzas, licores y bandas de rock duro. Y de allí, al turismo canábico: viajes de yagé en el Putumayo, hongos del río La Miel, más bareta y polvillo de estrellas entre los morichales y las playas de Yucao y Manacacías y los eternos traslados siderales con los Mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta, con cuyos mandatos cósmicos gobernó, entre sortilegios milenarios de los kággabba y las agüerearías de Buenaventura premiadas por la obesa ministra de Cultura, el fulero de marras.

“A Enrique en esos años, recuerda Gabriel García Márquez, Fidel Castro le parecía un liberal moderado y Felipe González el godito pendejo que es ahora. Llevaba barba, estaba peludo, parecía un sobreviviente del hipismo, era pro guerrilla y pro sexo libre. Un trompadachin que baile al que llegaba desbarataba a puños”.

Pero la salvación de su alma llegó por otro camino. En 1970 le robaron las elecciones a mi general Rojas Pinilla y Allende fue elegido presidente de Chile. Tres años después se fundaría el M-19 y Pinochet asesinaría al mártir de La Moneda. Y apareció Jaime Bateman, que en uno de esos Volkswagen que tanto fascinaba a Baader und Meinhof, le convenció de dar el gran salto de la teoría a la práctica. La biografía de Darío Villamizar sobre la vida del facineroso narra esa relación y sus consecuencias. Una de ellas, la casi puesta en prisión de GGM, acusado de hacer parte del M-19 por financiar y escribir en una revista, Alternativa, fea y garrapateada, hecha a gritos de la extrema izquierda, que sirvió a nadie, con la que el Nobel no pudo ponerse de acuerdo y cuyo gerente terminó pirateándole. “Somos un grupo de intelectuales y gentes armadas, escribió Gabito, que no estamos implantados en un movimiento popular que pueda beneficiarse de lo que estamos haciendo”.

El Sancocho Nacional del M-19 y el Hechizo Belisarista, con extensas tertulias palaciegas salpicadas con licores de uva y patatas, y perniles de las sierras españolas proveídos por el presidente Felipe González y Jesús de Polanco, lo hizo parte de la aventura pacificadora mejor bañada de alcoholes de nuestra historia en centenares de viajes de helicópteros repletos de champán, y la más sangrienta, con decenas de muertos, torturados y desaparecidos del Palacio de Justicia, la Catástrofe de Armero con 25.000 cadáveres sepultados bajo un alud de lodo y el avión de Avianca donde murieron Marta Traba, Angel Rama, Manuel Scorza, Jorge Ibargüengoitia, Rosa Sabater y casi Antonio Caballero.

Los capítulos finales de estas memorias son muy nostálgicos. El asesinato de don Guillermo Cano y Luis Carlos Galán, cuando el señor Santos había cruzado el tranco de los cuarenta años y el futuro parecía en manos de Pablo Escobar y los hermanos Rodríguez Orejuela, hace que trace, sin darse cuenta, un croquis del gobierno y la personalidad de ese arcano que es César Gaviria Trujillo, súcubo de La Catedral e íncubo de la Constitución del 91, redactada por la mafia y el M-19. El señor Santos absuelve a Samper y Serpa, después de haber intentado derrocarlo con Juan Manuel y Carlos Castaño, del crimen de Alvaro Gómez, al tanto que evoca el chiste de que a su primo Francisco le “habían faltado tres meses de secuestro”, porque hablaba más que un mudo después de ser liberado.

El presidente Santos entrega a su hermano las memorias del pacto Santos-FARC

Años del quinquenio del noticiero QAP donde se gestó el periodismo que ahora se ejerce en Colombia, continuando la doctrina que para hacer más dinero y tener más poder hay que difamar del fantasma de la derecha y así todos soltarán más billete, muertos de miedo. El periodismo Infotainment, digno de Goebbels, cuya decana es María Jimena Duzán y sus monaguillos Daniel Coronel, Cecilia Orozco o Aura Lucía Mera, entenados de la universidad de Los Conspiradores.

Las viejas rencillas entre el Guerrillero del Chicó y su primo Ayatollah, quien ejerció el poder real en El Tiempo la década compartida, mientras el señor Santos “trataba” de libertar la prensa de las garras de Rafael Correa, Daniel Ortega, Evo Morales, Nestor Kirchner, Hugo Chávez, nunca de los hermanos Castro; o conversaba en secreto con los farcsianos, o iba colocando a sus parientes entre los despojos de Alternativa que ahora era Semana, terminaron por vender, por 400 millones de dólares, a unos catalanes, el diario más poderoso que familia alguna había tenido entre nosotros y ahora es del hombre más rico de Colombia. 

El resto es cosa sabida. El señor Santos convenció a su hermano Juan Manuel, por “cuyas venas no corre sangre sino agua aromática”, de traicionar a su mentor político, y eliminando el último obstáculo ideológico de la banda criminal, al obstinado Alfonso Cano, a quien despreciaba desde sus etílicos encuentros salseros o en Casa Verde y el Caguán, meter en cintura al mórbido Timochenko y el acaudalado secuestrador Pablo Catatumbo, ofreciéndoles que podían quedar libres y ricos si colaboraban para que Juan Manuel con Tutina fueran premio Nobel y después secretarios generales de las Naciones Unidas.

El destino y la república les jugaron una mala pasada. Eligieron a los opositores. Enrique Santos Calderón dice ahora ser de “extremo centro”, pero no ejerce. Y como en las tragedias griegas, el capítulo final es un pusilánime canto de cisne: solo queda cuidar el agua y cargar a los nietos.

Una foto reciente registra al apolillado subversivo durante un besamanos de HRH Charles Philip Arthur George Mountbatten-Windsor, príncipe de Gales, duque de Cornualles y Rothesay, conde de Carrick y Chester, baron de Renfrew y Señor de las Islas, junto a su querida Camilla Parker.

Hay que elegir a Gustavo Petro. Viva la Social Bacanería.


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