I.

El domingo pasado estuve en el Estadio Universitario, el bar más grande de Caracas, como lo describió el maestro Cabrujas. Me junté a una buena cantidad de fanáticos, esta vez por encima del promedio de asistencia que se viene dando a lo largo de la temporada, a fin de ver a mi equipo, los Tiburones de La Guaira, derrotar al Magallanes (y no digo el marcador en señal de respeto a los seguidores del adversario).

Con este ya son unos cuantos partidos a los que he ido, fiel a un hábito que tengo desde hace mucho. Como siempre, esta vez también fui en plan de pasarla tranquilo en ese territorio libre de humo y congojas que es el estadio y esquivar, así, la realidad durante nueve innings, sin pensar siquiera qué diablos estaría urdiendo allá afuera, aguardando a que yo saliera.

II.

Aún no me acostumbro del todo a este beisbol en tiempos de crisis nacional. No me acostumbro al escaso público, sobre todo en las gradas, que por lo general están completamente vacías, señal de que también en este caso la gente más pobre es la que lleva la peor parte en el desmadre que hoy en día nos gobierna. No me acostumbro tampoco a que casi no haya colas para entrar, para ir al baño o para tomar cerveza. Ni al consumo organizado en torno a los puntos de cuenta, acercados hasta el asiento del fanático, ni a ver a algunos otros que pagan con un fajo de billetes, agarrados con una liguita, y los cuentan, fastidiados y desesperados, durante largo rato, luego de varias equivocaciones. No me acostumbro a los precios actuales, ni a la manía de calcular en cuánto me salen los nueve innings, en comparación con la canasta básica o con el sueldo de un profesor universitario. No me acostumbro a no ver los borrachitos de costumbre, dado que el dinero no da para excederse en materia de caña. No me acostumbro, así pues, a ver que muchos abandonan el lugar apenas oscurece, pues vivir en una de las ciudades más violentas impone precauciones ilimitadas. En fin, es este, como digo, el beisbol a tono con los apuros que pasamos.

III.

En el juego del pasado domingo, a la altura del sexto o séptimo inning, cuando ya se había hecho evidente que la única duda era determinar de qué tamaño terminaría siendo el triunfo escualo, a un fanático le dio por festejar cada nueva carrera guaireña arrojando al aire un buen puñado de billetes verdes, de los de a cincuenta bolívares, cosa que repitió al menos cuatro veces más, con cada vez más gente tratando de atrapar su tajada de dinero que, según se oyó decir a un niño, llovía del techo de las tribunas.

El tipo es un narcotraficante millonario, se dijo por allí. Un loco común y corriente, un poco más allá. Y así siguieron las opiniones: es alguien que cree que esos billetes no valdrán nada, luego de que se impriman los nuevos anunciados por el gobierno, que son puro papelillo; un hombre desesperado por la inflación; un opositor radical que no cree en el diálogo y busca minar la confianza en el bolívar fuerte; una persona generosa que asume esa extraña manera para ayudar a la gente. Y como estas otras apreciaciones tan diversas, como confusas y contradictorias.

Tú que eres sociólogo qué opinas, me dice el amigo sentado al lado, mientras yo miro al cielo, haciendo como si la cosa no fuera conmigo. En mi descargo diré que la actual realidad venezolana improvisa a cada rato. Lo deja a uno fuera de base, aunque haya estudiado Sociología.

Harina de otro costal.

Imposible, y me incluyo, desde luego, no haber sentido una gran simpatía por la Revolución cubana, cuya promesa de cambios hacía mucho sentido en los países latinoamericanos. Pero casi al comenzar, la revolución dejó de ser lo que parecía que iba a ser. Se transformó en autoritarismo al mejor estilo soviético. En religión secular. En líder omnisapiente, absoluto y eterno. En culto a la personalidad. En partido único y pensamiento oficial. En perversión en el uso del poder. En elecciones de mentira, con resultados previamente convenidos. En homogeneización de la sociedad civil, censura y vigilancia de los ciudadanos. En fusilamiento y cárcel para los disidentes. En dosificación de las libertades a cambio de beneficios sociales. En acomodo con el imperialismo ruso. En la propuesta del hombre nuevo, un despropósito ideológico. En el empleo de la épica para tratar de disimular la realidad. En inconsecuencia con respecto a los valores y razones que la inspiraron desde el pensamiento de izquierda.

En fin, resulta difícil que la historia lo absuelva. De paso, el presidente Maduro declaró, palabras, palabras menos, que seguirá el legado de Fidel. Pareciera, pienso, que siempre tiene un error a la mano.


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